Lo que se ve en televisión sobre la crisis en Venezuela no es verdad, es peor

El Espectador cruzó la frontera con Venezuela hasta llegar a San Antonio del Táchira. Es casi un pueblo fantasma. Cada noche unos 10 mil venezolanos duermen allí para madrugar y tratar de cruzar hacia Colombia.

Joseph Casañas
14 de febrero de 2018 - 02:55 a. m.
Los muros de San Antonio reflejan la polarización que hay en Venezuela.  / Fotos: Cristian Garavito-El Espectador
Los muros de San Antonio reflejan la polarización que hay en Venezuela. / Fotos: Cristian Garavito-El Espectador
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Amanece y diluvia en la frontera. Del cuento según el cual Colombia prepara un plan para “bombardear e invadir a Venezuela”, como lo dijo el fiscal de ese país, Tarek Saab, poco se habla. La noticia está en los portales de todos los medios de comunicación y el tema es tendencia en redes sociales, pero en Venezuela no hay tiempo, ni ganas, para hacer eco de esas locuras.

Se comenta, eso sí, que hacia las 7:00 a.m. del lunes 12 de febrero, dos horas después de que se abriera el cruce del puente Simón Bolívar, que comunica a Colombia con Venezuela, un muerto bajó por las aguas del río Táchira. La lluvia, tan escasa como la esperanza por estos días, arrastró el cuerpo de un hombre. ¿Qué le pasó?, es la pregunta que muchos se hacen.

Las opciones son varias. Todas tienen que ver con la tensa situación social que se vive en la zona. “Puede que lo hayan matado por no pagarles a las bandas criminales la plata que piden por usar la trocha”, comenta un policía colombiano luego de avisar con su radio lo que acaba de ver. Venezolanos ilegales les pagan a los Rastrojos, el Clan del Golfo o el Eln entre $20.000 y $100.000 para ingresar Colombia.

“Como esta madrugada llovió como si se fuera a acabar el mundo, seguro se confió, el río lo arrastró y se ahogó”, dice un hombre después de poner en el piso una pesada maleta negra en la que pareciera haber empacado, además de sus pertenencias, su vida. Viene desde Caracas. La escena del muerto interrumpió su caminata rápida. Si es así, el difunto es un migrante venezolano que no alcanzó a quedar en el registro. En el último año, según la autoridad migratoria colombiana, unos 600.000 ciudadanos del vecino país se han instalado en Colombia. Lea también: Una noche en la frontera con Venezuela: entre migrantes, bandas criminales y la sombra del Eln

Es como si con el paso del cadáver se le hubiera puesto pausa a la película de drama que se vive en la frontera. Mientras el cuerpo sin vida bajaba por el río, los migrantes se quedaron quietos y lo acompañaron con sus miradas. Cuando se perdió de vista, la escena se reactivó. Las autoridades siguieron pidiendo papeles y los migrantes caminando a paso rápido. No hay tiempo, ni ganas, para pensar en una cosa diferente a llegar a Colombia lo más pronto posible.

A las 9 de la mañana, del lado colombiano de la frontera se ve dónde empieza pero no dónde termina la fila de venezolanos que buscan entrar al país. Surgen las preguntas: ¿qué hay del otro lado? ¿Cómo es Venezuela? ¿A qué le tienen tanto miedo los venezolanos? Porque eso, miedo, es lo que reflejan sus rostros cuando pisan suelo cucuteño.

Las respuestas parecen lógicas. Sin embargo, también por miedo el mundo está evitando ir a Venezuela. Según cifras de la Asociación Venezolana de Viajes y Turismo, la ocupación hotelera en esta temporada de vacaciones fue entre un 50 y un 60 % menor a la registrada en 2017. Además: El negocio migratorio de las bandas criminales en la frontera

“El sector turismo en Venezuela está muy necesitado, hace falta ponerle cariño. Estamos esperando inversión en infraestructura, más seguridad. Que se den acuerdos con las aerolíneas para que puedan activar todos sus equipos. Y tener tarifas que les permitan cubrir los gastos de los vuelos”, explica Dante Salvatorelli, presidente de la asociación.

Del otro lado de la frontera

Los hombres de la Guardia Nacional Bolivariana que hacen presencia en el cruce fronterizo comentan que en San Antonio del Táchira, la primera ciudad venezolana que se encuentra del otro lado de la frontera, se celebra un carnaval. “Esa es una fiesta de 50 años de antigüedad. Hay color, alegría, patriotismo y se ve el amor de un pueblo que lucha”, dice un sargento regordete.

¿Habla en serio? Color, prosperidad, alegría no parecen ser, por lo menos a la distancia, palabras que sirvan para describir la actualidad en Venezuela. Cruzar es la única opción para ser testigos de ese paraíso socialista del que habla el uniformado.

Hay dos peros. Uno, los reporteros de El Espectador que planean entrar a la capital del municipio de Bolívar no tienen pasaporte; dos, si la Guardia Bolivariana los descubre como ilegales en su país, no es claro lo que pueda suceder. ¿Los deportan? Seguramente, pero puede pasar algo más. El contraste es notorio. Mientras para entrar a Colombia se ve un trancón humano que parece interminable, para ingresar a Venezuela no se requiere de mucho esfuerzo. Son pocas las personas, no hay tumulto.

Un kilómetro adentro de Venezuela, ya en San Antonio, la fila de venezolanos se empieza a difuminar para dejar ver la ciudad en la que diariamente duermen en las calles unos 10 mil venezolanos que madrugan a cruzar hacia Colombia.

El ruido permanente de la frontera caliente se apaga y empieza a dibujarse una especie de pueblo fantasma. Pese a que la ciudad está en carnaval, la gran mayoría de los negocios están cerrados, las calles llenas de basura y en las tiendas pequeñas no hay muchos productos. Que les compren en pesos colombianos es un negocio redondo para los tenderos informales.

Las paredes de las casas y edificios de la ciudad reflejan la polarización política. En muchos muros hay grafitis que le recuerdan al presidente Nicolás Maduro que es un dictador; en otros se leen consignas a favor de la Revolución bolivariana, de los colectivos (jóvenes armados por el Gobierno) y de la patria.

“Cuando la tiranía se hace ley, la rebelión es un derecho”, es una de las frases de Simón Bolívar que se repiten en las paredes y que perfectamente podría legitimar las acciones de los dos bandos.

En Cúcuta, después de cruzar la frontera, los venezolanos se sienten con ganas y ánimos de desahogarse. Hablan de la dictadura de Maduro, de la escasez de alimentos y medicinas, de la influencia de los Castro en Caracas, de la corrupción en PDVSA. En San Antonio, la cosa es diferente. En el ambiente se siente miedo de decir cualquier cosa.

“Si el Gobierno sabe que estoy hablando con dos periodistas colombianos, me pueden meter presa y quitarme el negocio. Ellos se inventaron una cosa que llaman ‘Ley del Terror’ y esa ley prohíbe hablar de lo que pasa aquí, porque supuestamente quienes hablen de las necesidades, sólo buscan generar terror y desestabilizar. Para ellos, todo está perfecto”.

Milena acepta que se puedan tomar fotos en el interior de su farmacia, pero pide, casi suplica, que en las imágenes no se logre identificar su negocio. Entiende que los reporteros que toman fotos a su negocio y le hacen preguntas son colombianos. Se arriesga a hacer una recomendación: “No es por asustarlos, pero traten de no hablar mucho cuando pasen por el centro. Si alguien identifica que son de Colombia, los pueden robar. Para ustedes 10.000 o 20.000 pesos no es mucho, pero para la gente aquí en Venezuela, eso es una millonada”.

En el centro, el panorama no cambia mucho. Negocios cerrados, grafitis a favor y en contra de Maduro y un elemento más: filas para comprar comida. En la entrada de un establecimiento controlado por el Gobierno. Tres hombres de la Guardia Bolivariana controlan todo. Quién entra, cuándo lo hace y qué compra. No permiten, ni por equivocación, que algo se les salga de control. Si eso pasa, hombres en moto, vestidos de civil, les ayudan a controlar la situación.

No hay gas, no hay carne, no hay huevos. Son avisos recurrentes en los establecimientos comerciales. Es la radiografía de una situación que hace rato se salió de control. Maduro, por su parte, responsabiliza a la oposición; los acusa de acaparar los productos y de generar guerra y pánico económico.

Lo que se ve en televisión no es verdad. Es peor.

Por Joseph Casañas

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