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En 1989, Jorge Oñate y Álvaro López lanzaron el éxito Volví a llorar, escrito por Amílcar Calderón, gran compositor de San Juan del Cesar, en La Guajira. Se trata de un vallenato largo, difícil. Que no se repite en sus frases. Narra un sufrimiento muy grande pero hacia la mitad anuncia que aún hay anhelos: “Si pa morir sólo hace falta tener vida y mientras haya vida quedan esperanzas”. Y sigue: “Me animan las palabras que decía mi padre, que al guajiro hasta la muerte le llega tarde. Entonces por qué llorar así, si no puedo morir ahora. Si hay vida para ser feliz y vida pa buscar la gloria”.
No es coincidencia que esta sea la canción preferida de María Roa. Roa, una mujer de treinta y pico, ha vuelto a comenzar cuantas veces ha sido necesario. Nació y creció en Apartadó, entrando la década del ochenta. Apartadó, que roza el mar a través del río Atrato y que promedia treinta grados de temperatura. Hoy el gobierno local rememora que el nombre del municipio significa río de plátano y que el sector bananero continúa “brindando estabilidad” a la economía regional. Sobre este mismo sector concluyó en 1991 la Comisión de Superación de la Violencia: “los grandes beneficios acumulados por las empresas con la exportación del banano no fueron nunca reinvertidos en la región”. Esa misma Comisión, encargada por la Presidencia de la República, denunció que empresarios bananeros, ganaderos y narcotraficantes, con la aprobación tácita de la fuerza pública, recurrieron al asesinato de líderes populares y “a la estrategia atroz de los asesinatos colectivos para intimidar a la movilización popular mediante el terror”.
María Roa tuvo que salir de una finca bananera en 1996. Ese año, uno de los de mayor violencia en contra de la población civil, murió asesinada su hermana. Llegó a Medellín a trabajar en el servicio doméstico. Hoy puede mapear los lugares en los que alguna vez sintió el susto de la ciudad abrumadora, las calles en las que se perdió, las rutas aprendidas. Puede mapear también los lugares del trabajo pesado: las salas que había que encerar, los baños en los que tuvo que agacharse para despercudir baldosas, las plazoletas uniformes de conjunto cerrado en las que, muy tarde o muy temprano, paseó a las mascotas. Recuerda también los sitios de la soledad, las piezas en las que desempacó, en las que durmió compartiendo espacios con el lavadero, con la casa del perro, con el frío y la humedad de las madrugadas.
Otros, que rodean el parque San Antonio, son los lugares del calor. Son los del calor de la amistad y los cuentos, con otras mujeres que entienden los chistes porque comparten un pasado. Los del calor de los restaurantes, las peluquerías, las discotecas. Los de los hijos: allí hay que peluquearlos, quererlos, comprarles regalitos y tomarles fotos con las estatuas del parque.
Como todo cansancio, el de María Roa tuvo un punto de giro. Fue una noche libre: ella quería tomarse todo el sábado para regresar a trabajar el domingo en la mañana. La patrona no quería darle la noche. Roa supo que no podía más. A sus niños los estaba criando la vecina. Los años pasaban y esta negativa, como muchas otras exigencias y peticiones de tantas otras patronas, era absurda. Entonces encontró sosiego en el parque San Antonio, en donde además del goce germinan rebeldías e inconformismos negros. Afrocolombianos de ambas costas, pero sobre todo del Pacífico, se reúnen allí también a organizarse. Surgió entonces la Unión de Trabajadoras del Servicio Doméstico (Utrasd), que agregó mujeres provenientes de regiones negras, obligadas a desplazarse del Pacífico por grupos armados. Utrasd también invita a otras mujeres, oriundas de cualquier parte, para que reunidas exijan horas normales de trabajo, salario mínimo, afiliación a un sistema de seguridad social, caja de compensación familiar y diversas condiciones de trabajo digno.
María Roa se define hoy como “ex trabajadora doméstica, pareja, mamá, abuela y empleada de una panadería”. Como presidenta de Utrasd lidera la revolución tranquila de mujeres en el servicio doméstico. En la Colombia del posconflicto, en que barrios al borde de las ciudades siguen apilando familias que llegan con poco, el servicio doméstico sigue siendo la principal fuente de empleo urbano femenino. Hace menos de un mes, la Defensoría del Pueblo alertó sobre un desplazamiento (por cuenta de un grupo armado posdesmovilización) de cerca de 120 habitantes que, como Roa, huyen de la zona rural de Apartadó.
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