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"Una pérdida irreparable"

Enrique Parejo González, ministro de Justicia entre 1984 y 1986, rememora la época en la que Rodrigo Lara y Luis Carlos Galán fueron asesinados y en la que él, milagrosamente, salió vivo tras un atentado.

Enrique Parejo González / Especial para El Espectador
01 de diciembre de 2013 - 12:55 p. m.
El 13 de enero de 1987, Enrique Parejo González recibió de un sicario seis impactos de bala en Budapest, donde ejercía como embajador de Colombia.  / David Campuzano - El Espectador
El 13 de enero de 1987, Enrique Parejo González recibió de un sicario seis impactos de bala en Budapest, donde ejercía como embajador de Colombia. / David Campuzano - El Espectador

“Los asesinatos de Luis Carlos Galán y de Rodrigo Lara Bonilla que ordenó cometer Pablo Escobar constituyeron una pérdida irreparable para Colombia. La sociedad perdió a dos de los líderes políticos más comprometidos en darle un viraje al rumbo equivocado que traía de tiempo atrás el país. Con la participación de ellos se habría facilitado la solución a los más graves problemas sociales y económicos.

Había muchas razones para que sectores políticos, financiados por los narcotraficantes, se alarmaran frente a la posibilidad de que un hombre como Galán y sus partidarios gobernaran a Colombia. Se hubiera fortalecido el Estado en su lucha contra las mafias, que ya habían penetrado con su dinero y poder corruptor todas las esferas de la vida nacional, y se hubieran realizado importantes reformas.

Hay que decir con desilusión que, a pesar de la intensa lucha y del sacrificio de sus vidas en aras de esos ideales, y de la inmolación de candidatos presidenciales, dirigentes políticos, destacados periodistas, defensores de derechos humanos y servidores públicos honestos, todavía no ha sido posible erradicar la corrupción ni las prácticas clientelistas. Y, hasta hace poco, la presencia de dineros ilícitos en la política, provenientes del narcoparamilitarismo, era evidente.

Los gobiernos que desde la década de los ochenta —en el siglo pasado— llegaron al poder, han incurrido, en mayor o menor grado, en esos mismos vicios, por razones que tienen que ver más con intereses individuales, y con la ambición personal, que con los intereses nacionales. Por ello, la solución a los problemas de fondo se ha postergado. Para mayor deshonra, desde el seno del Estado se han agenciado acciones ilícitas contra la oposición, tal como ocurrió durante el gobierno de Uribe Vélez.

En mi condición de miembro del antiguo Nuevo Liberalismo, tengo que censurar la permisividad y tolerancia de algunos sectores de nuestra sociedad frente a esos oscuros episodios y de otros tantos, como las escandalosas defraudaciones al erario, el manejo descaradamente inmoral de los recursos de la salud por parte de algunas EPS, el descontrol del sector bursátil, la crisis de la justicia y los mensajes equívocos de nuestros dirigentes.

Puede decirse que estamos viviendo una época de mercantilización de la moral pública y banalización de los valores éticos, que incubó un justificado resentimiento en los más desfavorecidos, como resultado de su secular abandono. El movimiento campesino de hoy es fruto de las graves equivocaciones en el sector agrícola, principalmente por las medidas aperturistas de la década del 90, además de la corrupción más reciente en la irrigación de los recursos del Estado en el campo.

Ahora bien, en cuanto a mi caso personal, pude restablecerme de las heridas que sufrí en Budapest el 13 de enero de 1987, en el atentado que ordenó realizar Pablo Escobar Gaviria contra mí, cuando me desempeñaba como embajador de Colombia ante el gobierno de Hungría. Pero ninguna autoridad judicial colombiana, que yo sepa, ha realizado investigación alguna por el atentado, ni en la época de su ocurrencia, ni ahora, que un confeso narcotraficante ha señalado al autor material del hecho, a pesar de que mi familia ha solicitado se investigue ese insuceso.

Esa misma indiferencia y olvido los he percibido, en relación con algunos episodios de mucha mayor gravedad que ponen en tela de juicio nuestra condición de seres humanos, así como el terco empeño por reivindicarnos como una democracia: el ignominioso asunto de los “falsos positivos”. Todo lo anterior amerita una profunda reflexión como colombianos que soñamos con la paz y con la esperanza de un modelo de vida inspirado en paradigmas de dignidad y respeto para todos por igual”.

 

 

 

Por Enrique Parejo González / Especial para El Espectador

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