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Hace algunos meses, cuando aún estábamos ensayando, Jaime Otálora, nuestro director y maestro, nos dijo, a algunos de sus bailarines, que bailar también era un acto de resistencia. Bailar incomoda a los gobiernos, “al deber ser” y a los que le temen a la creatividad. Pero bailar, además, por ser un arte que se hace con el mismo cuerpo no se puede silenciar, porque es imposible censurar un cuerpo.
Esa idea no tuvo tanto sentido para mí hasta que la semana pasada llegamos a Danzamérica, tal vez el concurso internacional de danza más grande que se hace en Argentina y que, en esta edición, la 24, reunió bailarines de Argentina, Perú, Chile, Paraguay, Brasil y a nosotros, los colombianos. Éramos 20 bailarines de la escuela Bogotá Capital Dance, de tres grupos distintos, que llegamos resistiendo. No solo porque estábamos ahí sin ningún tipo de ayuda económica más que la nuestra, o porque algunos nos atropellamos con el hecho de que Colombia es uno de los pocos países en Latinoamérica que no tiene su propio ballet nacional, sino porque también llegamos a resistir lo que se cree sobre el bailarín y la danza en sí misma. (Lea también: Ser bailarín en Colombia)
Me explico. El maestro Otálora tiene una misión clara. “Un sueño intacto”, él lo llama. Y es el de dejar de perseguir la idea de que el bailarín latino tiene que ser parecido al prototipo europeo. Es el de crear, aquí, en Bogotá y en Colombia – a pesar de ser caleño – una danza de nivel mundial. Una danza que no niegue el biotipo de nuestros cuerpos colombianos, con caderas y con piernas quizás más cortas, pero que sea tan competitiva como la de los rusos o los cubanos.
Así que estábamos allí, 20 bailarines con sus distintos cuerpos, sus dolores y lesiones, resistiendo, frente a bailarines que se veían casi que perfectamente homogéneos. Estábamos allí, en clases con maestros internacionales y bajo el escrutinio de jurados, diciendo que así muchos de nosotros empezáramos a bailar “tarde”, pasados los 10 años, nuestros cuerpos venían bien entrenados. Estábamos allí pese a que, tras solicitar una beca a la Secretaría de Cultura, al maestro Otálora le respondieron que no, porque supuestamente se trataba de un evento de “hotelería”.
Resistimos. Y no solo porque llegamos a Danzamérica con cuerpos diferentes y nuestros propios recursos, sino porque como escuela salimos de allí con siete medallas de oro, tres de plata, una medalla de bronce y una mención honorífica. Esto repartido entre las jornadas de danza contemporánea y jazz. Además, Bogotá Capital Dance y Jaime Otálora fueron reconocidos como la mejor institución en la categoría de Jazz. En cifras, lo sé, suena pretencioso. Pero para el maestro y los bailarines era entender que, creando nuestro propio modelo, y no copiándolo, también se puede lograr. Que en la danza colombiana hay potencial.
Como lo dice Laura Herrera, bailarina de la primera compañía de BCD, fue una “recarga de energía para seguir trabajando y explotar los talentos que tenemos como latinos”. O como lo sintió Manuela Alfonso, de 13 años, la menor del grupo y parte de la tercera compañía de BCD, fue “aprender a valorar a los grandes profesores que tenemos, porque sin ellos ese gran y maravilloso sueño no hubiera sido posible”. (Lea también: La danza se goza y se investiga)
*María Mónica Monsalve es bailarina de la segunda compañía de Bogotá Capital Dance