Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
“El escenógrafo más prolífico de México”, lo llamó el diario español El País. Sí. El mundo hispanohablante de las tablas lamentó la muerte de David Antón, el artista compañero de vida del escritor colombiano Fernando Vallejo y uno de los impulsores del Festival Iberoamericano de Teatro que creó en Bogotá su amiga Fanny Mikey.
En el obituario “El apacible caballero de la calle Ámsterdam”, escrito en el citado periódico por su amigo Bernardo Marín, se destaca que “quiso ser pintor, pero se conformó con ser un escenógrafo extraordinario”, que durante la segunda mitad del siglo XX recibió muchos premios, entre ellos la Medalla Bellas Artes 2012 y un premio Ariel, dos de los máximos galardones culturales de su país. “Pero, aunque se tomaba su trabajo con profesionalidad extrema, le quitaba solemnidad cada vez que podía. En la presentación del libro sobre su obra, En los andamios del teatro, hizo una modesta definición de su labor: ‘Si una escenografía es buena, no es mérito mío, sino del director que confió en mí’”.
El columnista Iván Restrepo señaló en el diario mexicano La Jornada que “nunca recibió el Premio Nacional de Artes y Literatura que concede el Gobierno federal. Fue una gran injusticia no haberlo reconocido; lo merecía por mucho”.
El escritor español Juan Cruz, otro de sus amigos, fue el encargado de publicar la noticia en su columna “Tribuna”, de El País: “David Antón, el gran escenógrafo de México, que combinó su imaginación para interpretar, sucesivamente, las metáforas teatrales de Calderón de la Barca y de Arthur Miller, murió en la paz de su casa en La Condesa, México DF, a los 94 años, el último 28 de diciembre. A su lado estaba su pareja de casi medio siglo, el escritor colombiano Fernando Vallejo. Los dos han formado un todo de dos partes muy distintas a las que juntó el amor, así como una alegría secreta que les dio paz y armonía hasta cuando discutían”.
Él mismo destacó que es hora de que nos fijemos en el legado del artista mexicano más allá de Vallejo: “A veces se nos olvidaba con respecto a David el enorme artista que escondía en las numerosas carpetas donde estaba, dibujado, su currículum: desde 1956 reinterpretó para la escenografía, teatro, ópera, ballet, obras de Arthur Miller, de Calderón de la Barca, de Puccini, de Ravel, de Sartre… Trabajó con Salvador Novo y con Alejandro Jodorowsky, y se relacionó con Josep Renau o con Jean Cocteau…”. Pidió fijarnos en “la delicadeza con la que dibujó el mundo para el teatro”. E insistió vía Twitter: “El trabajo de David Antón, su personalidad, fue una lección de cultura y genio. También un ejemplo sin tacha de la amistad de vivir”.
Y se detalló en otra nota necrológica: “Hizo ópera, ballet, teatro comercial, teatro clásico, obras pequeñas, grandes, medianas. ‘Fíjate que no sé exactamente cuántas, pero una barbaridad’, decía, hace justo tres años, a El País, en una de las pocas entrevistas que concedió. En un cuaderno tenía apuntados a máquina los títulos y el número de cada año: 1966, 18 obras; 1964, 22. En total, más de 600. Como ejemplo, algunas recogidas en el libro En los andamios del teatro (Escenología, México, 2013), dedicado a su carrera: Panorama desde el puente, de Arthur Miller; Bocetos para Lucrecia Borgia, de Alejandro Jodorowsky; La hora española, de Ravel; La vida es sueño, de Calderón de la Barca; La traviata, de Verdi; Doña Flor y sus dos maridos, de Jorge Amado”.
La pintura fue, por extensión, otra de sus obsesiones, a través de la influencia del artista español Josep Renau (1907-1982), a quien conoció en el círculo de los exiliados republicanos en México.
Cruz, frecuente invitado al apartamento de Antón y Vallejo en Ciudad de México, describió el ambiente en que vivían, afectado por el reciente terremoto, el segundo en el Distrito Federal del que salieron ilesos en una odisea que el autor de El desbarrancadero relató para El Espectador. Dijo Cruz: “Las paredes eran la expresión de sus amores y de sus amistades. Fotografías de ambos viajando en feliz compañía por la Europa que Antón adoraba. Retratos de personajes que fueron esenciales en la vida de este, Greta Garbo, María Félix (Diego Rivera y José Alfredo Jiménez también se contaron entre sus allegados). Un enorme cuadro de la paz en la que se crió el escenógrafo, San Miguel de Allende, adonde siempre quiso volver. Y los perros. Kina, decían, apareció como para reencarnar los ojos de una amiga que había muerto. Y Brusca, el torbellino que la sucedió, era el movimiento perpetuo, una amenaza para la fragilidad de ambos. Además, en esa casa, estaba la paz. Un silencio al que se sumaban el piano que tocaba Fernando Vallejo, excelente músico, y la meditación que David aplicaba a todo lo que sucedía en las páginas de los periódicos”.
Cruz definió a Antón como “un caballero”: “a David nunca se le oyó gritar ni decir groserías. Era armónico y tolerante con las fallas ajenas, pero era, como Juan Ramón Jiménez o como Luis Cernuda, intolerante con la estupidez, de la que huía como gato escaldado. Cultivó la armonía y el arte, y también cultivó el amor y su par más excelso, la amistad, la filantropía”.
Sobre la relación afectiva con Vallejo, Cruz contó: “Convivió con él como un amor y como un hermano durante medio siglo. Eran tan distintos como el agua y el aceite: Vallejo era el autor de La virgen de los sicarios, quizá el hombre que más denuestos ha escrito para expresar desdén o disgusto, quien con más claridad le ha dicho a la cara, a México, a Colombia y al mundo, sobre todo al papa de Roma, con cuánto desprecio sentía sus innumerables defectos. David Antón, en cambio, tan caballero español, se comportaba ante las noticias del mundo como un gentleman, con suavidad y con desdén, pero nunca alzó la voz”.
Hace tres años Antón le tradujo a Pablo de Llano, hoy corresponsal de El País en Miami, una inscripción que tenía en su casa: “Lo único que necesita uno es amor y un perro”. Fue en una entrevista para Babelia, la revista cultural del diario español, una de las pocas que dio en 94 años de vida.
Cruz lo exaltó también por “su generosidad abierta también con los desconocidos, y con sus amigos eran desprendidos hasta el riesgo. No fue sólo una vez que visitantes de la casa invitamos a la vez a otros amigos, a cualquier hora y también a la hora de almorzar. Y no fue una ni dos las veces que empezamos por ser cuatro y terminamos por ser catorce. Entre David y Fernando, y Olivia, la asistente de la casa, multiplicaban siempre arroz y gambas, o huevos fritos, y jamás faltó nada que saciara el hambre de los más que numerosos intrusos. Esas actitudes de tan hermosa hospitalidad convertían a David y a Fernando en anfitriones extraordinarios”.
Coincidían en admirar a personajes auténticos como Juan Rulfo, el escritor, el fotógrafo, el actor, el artista que fue a Comala en busca de sus fantasmas. Tal vez por eso Anton le dijo a Bernardo Marín mientras repasaba las fotos en blanco y negro de familiares y amigos que adornaban su sala: “Nunca pienso que estén muertos. Simplemente siento que los he dejado de ver”. Fernando Vallejo vive su duelo. Le dijo a El Espectador: “No me siento capaz de escribir en un periódico sobre David”. Y nos dejó otra frase de su pensamiento: “Sobre él podría escribir todo un libro”.