Juan Gabriel Vásquez: Un padecer soterrado en la literatura

“Andrés”, dijo. Volteé y ahí estaba con la puerta abierta. Una primera imagen que presagiaba la definición del cuento del autor, que ya decía, como siempre, que existe la posibilidad de abrir el espectro del mundo a través de quienes narran las historias de un pasado escurridizo y de una condición sumamente volátil, maleable y hostil.

Andrés Osorio Guillott
08 de diciembre de 2018 - 01:00 a. m.
 El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, quien lanzó “Canciones para el incendio”. / Juan Felipe Vásquez
El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, quien lanzó “Canciones para el incendio”. / Juan Felipe Vásquez
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A su casa la custodian los libros, las historias que nos ayudan a socorrer ese eterno concilio que buscamos con nuestra condición. Y junto a los libros hay algunos cuadros y otras fotografías. Imágenes de Borges, García Márquez, Vargas Llosa, Cervantes y Chéjov acompañan a los libros.

Y las obras de esos mismos escritores que aparecen en cuadros y fotografías son las mismas que están en un lugar especial de su biblioteca. Cuando Juan Gabriel Vásquez se sienta a escribir en el alba, justo en ese instante en el que nacimiento se impone. El nacimiento de un día, de un rayo de sol, de un hecho que puede surgir por ese azar que lo abraza si se trata de él, pero que lo aterra si se trata de las personas que más quiere. Se sirve un café con su máquina de expresos y se dedica a leer media hora el libro que, como dice él, sirve de diapasón para marcar la clave con que quiere seguir su narración. Así, por ejemplo, para escribir Canciones para el incendio, leyó todos los días a Chéjov, ese médico y escritor ruso que se convirtió en un hito del cuento realista y naturalista. Ese asombro proveniente de los libros que uno nunca puede dejar porque siempre tienen algo más que decirnos, le susurra en el oído a Vásquez y le dice cuál es el ritmo que debe seguir. Al terminar su lectura, asume el hilo conductor de su narrativa. Entiende que la estructura de su relato lo sumerge de nuevo en un orden que la vida misma nunca nos ha dado, pues entiende que detrás de la apabullante rutina hay un caos que nos rige, que nos arroja experiencias e instantes súbitos, insospechados y frenéticos.

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Al escribir le da la espalda a ese segmento de su biblioteca en donde se encuentran los libros que aconsejan, que acompañan siempre su literatura. Tal vez los vuelve a revisar por un momento, tal vez decide absolverse de su grandeza para sumirse por completo en el pasado, en el pasado que lo apasiona, que lo aqueja, que cuanto más lo conoce más lo aleja del mismo tiempo.

Mientras hablábamos del retorno al cuento, a esa posibilidad de contarnos desde la polifonía, desde la pluralidad de voces y experiencias que por distintas no significa que no tengan un punto de convergencia, Vásquez recordó que su primer libro de cuentos estuvo permeado por la duda, por el temor a seguir escribiendo, por el pánico que recae cuando vemos con desprecio lo que escribimos y consideramos la terrible posibilidad de desechar los relatos que nos hablan, nos revelan y nos visibilizan lo más sublime y lo más monstruoso de la realidad. Y podría ser también que en ese miedo encontramos una de las bellas condenas de escribir y no es otra que saber padecer de incertidumbres, de destinos desconocidos que se hacen letales y de múltiples preguntas que conducen a un estado de reflexión sempiterno.

“La novela es un vehículo que te lleva a un lugar desconocido y luego vuelve para traernos las noticias. Leer y escribir novelas es viajar a territorios que no están cartografiados. Un cuento no es un viaje, es un cruce de caminos. El cuento es un atisbo, una sugerencia de algo, es ir caminando y ver una puerta entreabierta y alguien te dice algo ahí al fondo. Ese pequeño momento es un cuento. La novela es un viaje entero”, cuenta Vásquez cuando hablamos de esas pequeñas fronteras invisibles que dividen el sendero del cuento y el de la novela.

Los minutos fueron pasando y fui viendo los pequeños silencios de un pensante. Esas milésimas de segundo en el que el cerebro escarba ese vasto mundo del lenguaje para encontrar la palabra precisa, la palabra que armoniza lo contado, que da sentido a lo dicho. Y entre silencios y cavilaciones sobre el solemne valor de la escritura, hablamos de la perversa pero no por eso menos interesante manía de los humanos para (re)inventar su realidad mediante el engaño premeditado, el engaño causal. “La memoria apela a la distorsión y al engaño”, es la frase que Vásquez menciona en uno de los cuentos de Canciones para el incendio. ¿Si la memoria es tan elemental, por qué es tan endeble a la vez? Nos preguntamos. Esa confrontación del recuerdo con la verdad de los hechos y con la verdad se convierte en un escenario zurumbático y torpe en el que nos acecha la verdad que no podemos soportar. Y es ahí, en ese lecho de la incomodidad en el que comprendemos ese estado etéreo de insatisfacción y tedio con la realidad que nos tocó, con la realidad que hemos causado, y entonces apelamos a la tergiversación de lo que recordamos, a la alteración de un pasado que decidimos que sea soluble, porque nos fastidia el hecho de aceptar las cosas como son y esquivamos la idea de nosotros como productos de una determinación, razón por la cual terminamos, al igual que Vásquez, abrazando la idea del azar para dejarnos cautivar por lo fortuito y lo que va a romper siempre con lo establecido.

“Esa sensación de haber descubierto formas muy distintas entre sí para capturar un pedazo de las vidas ajenas fue maravillosa”, afirmó el autor cuando hablamos de la literatura y su misión de barloventear nuestra singularidad. Ese rompimiento de lo meramente subjetivo para explorar los recovecos de nuestra condición y asumir la responsabilidad de la que hablaba Sartre para hacernos cargo de nuestro comportamiento en El existencialismo es un humanismo, se convierte en una actitud que resulta empática, en una postura en la que no merodeamos en la vida del otro buscando un quiebre o una condena, sino que buscamos alimentar la perspectiva que recae sobre ese mundo caótico y esquizofrénico.

Volver a escribir cuentos fue volver a su pasado, fue hablar de la violencia. Esos dos temas atraviesan los nueve cuentos de su último libro y son un espejo al que constantemente se enfrenta Vásquez cuando quiere evocar las pasiones que despiertan sus letras. El ruido de las cosas al caer y La forma de las ruinas nos hablan de eso, de un pasado que no solamente heredó de su familia sino que también vivió, un tiempo de antaño que todos los días le habla, desde distintas voces y desde distintos ángulos, para recordarle que ese camino que se deja atrás nunca se abandona, que detrás de ese camino se esconden otros senderos, otros personajes, otras historias que siempre podrán contar todo de diversas maneras. En esa pluralidad de escenarios el escritor colombiano reconoce que la violencia no solo es contada desde las víctimas directas, sino que todos fuimos rozados por las balas y acechados por la muerte trágica. Esa influencia indirecta, quizá débil de la guerra, termina por permear la percepción de comunidad, la percepción de alteridad.

Pero en ese ir y venir de anécdotas, de pensamientos, volvemos a su pasado. Un pasado que fue primero de sus familiares y luego asumió él en esos años como estudiante de derecho de la Universidad del Rosario. Pero ese tiempo poco tiene que ver con su carrera, tiene que ver con las callejuelas empinadas, rocosas y angostas del centro de Bogotá, esas callejuelas que siempre han sido ruidosas y que guardan dos de las historias que más lo marcaron: los asesinatos de Rafael Uribe Uribe y de Jorge Eliécer Gaitán. Por eso cada vez que vuelve a recordar esos años o que vuelve a caminar esos lugares, Vásquez reafirma su vulnerabilidad con los lugares que guardan una historia, pues volver a ellos, luego de haber escrito La forma de las ruinas y de haberse escabullido entre los archivos y las voces que aún pueden contar el asesinato de Uribe Uribe y de “El bogotazo” es reconocer que la inocencia con que pisaba los andenes tupidos de mugre ya no está, que ahora sabe qué pasó en esa Bogotá que vio cómo se desmoronaba su destino por la barbarie y la locura que acarreó la muerte de aquellos caudillos que no hablaban de promesas sino de la construcción de una esperanza conjunta.

Le pregunté por su gusto por el billar, quizá creyendo que en ese gusto estaba inmiscuido en algún rincón Álvaro Mutis, quien afirmaba que jugar billar era como hacer poesía. Y me contestó que los cinco años que pasó en el centro como estudiante de derecho no hubieran sido posibles sin los billares y los cafés, esos en los que justamente se escondían los poetas para paliar la realidad con una carambola, una taza de café, un cigarrillo, una pluma y una de esas canciones para el incendio.

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Por Andrés Osorio Guillott

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