La narrativa del hambre

“Los últimos días del hambre”, la primera novela de Juliana Muñoz Toro, cuenta la historia de una mujer diagnosticada de bulimia y que lucha por su vida. A modo de diario, la protagonista hace un recorrido por el dolor, la inseguridad y el miedo.

Maria Paula Lizarazo Cañón
26 de junio de 2018 - 02:00 a. m.
Juliana Muñoz escribe la columna de libros de El Espectador y la portada de "Los últimos días del hambre".   / Julián Mora Oberlaender
Juliana Muñoz escribe la columna de libros de El Espectador y la portada de "Los últimos días del hambre". / Julián Mora Oberlaender
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En La muerte del autor, Roland Barthes responde a una serie de imposiciones que venía estableciendo la oleada del nuevo criticismo, en la segunda mitad del siglo XX. Una de esas consignas era el close reading (lectura cerrada) y se trataba de un método específico que permitía leer bien. En este sentido, desde su tentativa por la experticia, el nuevo criticismo terminó consagrando el canon, la autoridad: el autor que escribía bien y el crítico que leía bien.

Barthes se enfocó en la significación que otorga un texto en la lectura que se va haciendo, en la lectura del presente. Para él no había lectura buena, y, por ende, no había autor canónico. Después, Foucault le respondería en Qué es un autor, que este sí existe, tanto como persona y como función literaria, haciendo un recuento de cómo se ha pensado el autor a lo largo del tiempo.

Desde los clásicos, pasando por este recuento, y hasta el sol de hoy, la literatura misma ha puesto sobre la mesa estas preguntas por las nociones de autor y, así, de ficción y de realidad, de artefacto y de testimonio.

Cuando Juliana Muñoz Toro escribe, empieza por ahí: busca despojarse de sí misma, de sus recuerdos, de su experiencia. Evita a toda costa realizar una autobiografía y apunta por la ficción, por hacer de sus obras un híbrido entre sus palabras y la significación del lector. Dos veces, por una petición de su misma escritura, ha apelado a su “yo”, en sus novelas infantiles 24 señales para descubrir un alien y Mi hermana Juana y las ballenas del fin del mundo. Ahí, la Juliana adulta le pidió respuestas, o más bien señales, a la Juliana niña. Pero en el caso de Los últimos días del hambre, su primera novela, ya no fue necesario.

El boceto de esta novela lo comenzó cuando vivía en Nueva York. Ella escribe en distintos niveles, en hojas sueltas que deja regadas por toda su casa —y que nunca recupera, lo que nos hace pensar que la escritura corresponde a la memoria de las intuiciones—, en un diario en el que siempre registra e implícitamente crea, y en un cuaderno o en el computador, cuando se decide a darle forma a lo que ingenia.

“Escribo por necesidad, y es una necesidad que sale por muchos motivos. Es una necesidad de reclamarle al mundo (…). Es una necesidad de hacer preguntas. Es una necesidad de encontrar respuestas”, dijo Muñoz.

En parte, Los últimos días del hambre es un gran reclamo al mundo y a sus exigencias de belleza, que demarcan una tendencia hacia la alienación y la perfección corpórea, que imponen al cuerpo como mercancía, a la carne como una disposición sensual —y sexual—, y así, como si se tratara de causa y efecto, a la moda de la personalidad sonriente y amigable, la moda de la televisión y las redes sociales, que obvia o ignora el sufrimiento, los traumas, las carencias, la enfermedad.

Autores como Góngora, Baudelaire, incluso Poe, cuestionaron en su literatura el supuesto horror de lo monstruoso, de lo oscuro, de lo relegado y fue en ese mismo cuestionamiento que siguieron encontrando una estética, un motivo, una narrativa.

Esta novela es pues, una narrativa del hambre. Las carencias, las impotencias y las imperfecciones humanas entran en un agujero —el de la narración— que las abstrae y las poetiza, en distintos ritmos y distintas intensidades.

La narración se va escribiendo a sí misma a medida que la vamos leyendo: lo que leemos es el diario de la protagonista, leemos en tanto que lo vamos escribiendo con ella; el lector es aquí el eje de la yuxtaposición de la ficción.

La protagonista viene de ser diagnosticada de bulimia crónica. No dejará nunca de ser bulímica, y las pastillas lo único que pueden hacer es evitar que muera pronto. Frente a una madre que responde a esta sociedad represiva, que concuerda con una medicina tradicional que dopa al organismo y no lo potencia frente a un padre que, en medio de sus mismas confusiones, no puede ofrecerle más que inocentes cariños, la chica, bulímica, enferma y solitaria, decide que ella sola se curará escribiendo.

Tres veces se propone llegar a cien días sin recaer. En esos tres capítulos se va transformando y nos transformamos con ella. Percibimos su hambre y la de los del club de comedores. Nos duelen sus dedos mordisqueados y vemos su figura de pera deforme. Porque escribimos con ella mientras hacemos las veces de lectores, somos testigos impersonales de los últimos cien días de hambre, de vacíos, del vacío del estómago, de su estómago.

A medida que ella reflexiona y consigna, nos recuenta cómo el arte ha ido abordando el tema del hambre y pone sobre la mesa a Cronos —el dios que se comía a sus hijos—, a la pobre viejecita que no tenía nadita que comer, pone a hervir parábolas bíblicas, pinturas canónicas, y, en el registro de ello, se vale de la retórica para hacer de su enfermedad una catarsis: como el camello que cabría en la aguja, su hambre es tan imparable como intentar meter todo el agua del mar en un hueco de arena.

Por Maria Paula Lizarazo Cañón

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