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“Yo soy el cantante del pueblo.
Yo soy quién defiende a la población.
Allá donde no llega el gobierno.
Allá es donde nace mi triste canción”.
La ley del embudo, canción de Beto Zabaleta, se convirtió en el himno del M-19, o por lo menos así lo propuso Jaime Bateman, que se emocionaba con el sonido del vallenato, el olor a mar, las palmas del Caribe y la idea de suplirle las carencias a su pueblo.
***
El 19 de abril de 1970, el país se levantó dispuesto a las elecciones presidenciales, cuando Carlos Lleras Restrepo ejercía como primer mandatario. Ese domingo se llevaron a cabo los comicios para elegir al nuevo líder de Colombia. A partir de las cuatro de la tarde, hora en la que se cerraron las urnas, las emisoras nacionales comenzaron a informar sobre los resultados de los conteos. A medida que iban transmitiendo, la gente se iba convenciendo de que el gran ganador había sido Gustavo Rojas Pinilla, que representaba a la Anapo. Su rival más cercano, Misael Pastrana Borrero, era el representante del pacto entre conservadores y liberales. Era la ficha del último período del Frente Nacional.
A las 10 de la noche, Todelar, la emisora más escuchada del país, dio por ganador a Rojas Pinilla. Según un artículo de la revista Semana, hasta ese punto, el candidato de la Anapo “sumaba 1’235.679 votos, contra 1’121.958 de Misael Pastrana”, una ventaja insuperable teniendo en cuenta que ya se habían contado el 80 % de las mesas.
Las controversiales elecciones comenzaron a cambiar de rumbo cuando la Registraduría también emitió un boletín en el que, a pesar de reconocer la ventaja que llevaba Rojas, no informaba de un número tan alto como el revelado por las emisoras. Después de los presuntos resultados y de que ya no se sentía tensión, no por lo menos entre los anapistas, que celebraban la victoria del general, las emisoras de radio, sin aviso, dejaron de transmitir los comicios. La razón del cambio de programación ocurrió porque el ministro de Gobierno, Carlos Augusto Noriega, decidió tomar cartas en el asunto y les exigió a las emisoras dejar de transmitir. Después del pedido de silencio y según recuerda Antonio Pardo, entonces director de Todelar, “en las primeras horas de la madrugada comenzaron a silenciarse las registradurías departamentales y ya no tenía sentido transmitir el conteo, pues las cifras no avanzaban de modo significativo”, le contó el periodista a la revista Semana.
El Espectador, basado en los resultados preliminares, se adelantó e imprimió una primera edición nacional que se titulaba “Rojas, adelante”, pero en las posteriores impresiones lo modificó. El gobierno se atribuyó la labor de divulgar los datos, los votos aumentaron sustancialmente en favor del candidato del conservatismo y, con una ventaja oficial de 60.000 votos, Misael Pastrana ganó la presidencia.
“Colombia anocheció con un presidente y amaneció con otro”
Después del fraude y como se acostumbra desde tiempos inmemorables en Colombia, para los tramposos no hubo consecuencias. Sin explicaciones (o con algunas muy flojas) los resultados se inclinaron a favor del Frente Nacional. Lo que no quedó igual fue la impasibilidad o quietud parcial que hasta el momento había tenido Jaime Bateman, quien hasta ese momento militó en el grupo Comuneros, “que tuvo como principal objetivo la unidad guerrillera”, según el libro No hubo fiesta, de Alonso Salazar. Al enterarse del fraude, encontró la razón que le faltaba para terminar de convencerse de que la lucha armada era la única vía.
Las ideas y formación política de Bateman se iniciaron con el ejemplo de su madre, Clementina Cayón, quien militó en el Movimiento Revolucionario Liberal. Bateman, además de su paso por las Juventudes Comunistas y las Farc (insurgencia de la que lo expulsaron por atreverse a contrariar las ideas de los dirigentes), contaba con las páginas de los libros y con la experiencia de la Unión Soviética, país en el que vivió y entendió por qué, para que pudiesen ganar las ideas de la izquierda, él no podía convertirse en la izquierda.
El eme, dirigido por el comandante Pablo o el Flaco, como le decían a Bateman, se originó por el fraude, pero comenzó a exponerse hasta 1974, año en el que, por medio de avisos en prensa y volantes que circulaban de mano en mano por las calles de las principales ciudades del país, se anunciaron como nuevo grupo revolucionario. Después se robaron la espada de Bolívar, hecho con el que le dejaron claro al país que esta guerrilla no seguiría las líneas que determinaban el comunismo o la izquierda. Serían distintos.
La fiesta con la que Bateman decía que tenía que hacerse la revolución (con bambucos, vallenatos, cumbia y cantando el himno nacional) se pausaba con los consejos de los que se ganaron su confianza. “Recibió ideas frescas de teatreros como Carlos Duplat, de escritores como Luis Fayad, de poetas como Nelson Osorio. Hasta de los ‘guerrilleros del Chicó’, como se llamó a los simpatizantes de clase alta, de los cuales el periodista Enrique Santos Calderón fue el más cercano”, escribió Salazar en su libro. Sus recomendaciones literarias siempre llegaban a Cien años de soledad, la novela que decía que todo el país debería leer para evitar llegar a los mismos destinos de Macondo.
Las huestes del M-19 se multiplicaban gracias a los representantes de este grupo, que antes de preocuparse por mostrarse como políticos, se exponían como revolucionarios y posibles vías de escape al yugo de los aristócratas que se adueñaron de los virajes del país. De los que siempre han gobernado, que son hijos de los que ya se habían posesionado antes. Además de Jaime Bateman, los nombres de Álvaro Fayad, Iván Marino Ospina, Carlos Toledo Plata y Carlos Pizarro resonaban en los oídos del colombiano cansado y descreído.
Pizarro, a quien se le cruzó la muerte a bordo de un avión, igual que Bateman, entró al M-19 después de desertar de las filas de las Farc. Su voz, que usaba en un tono suave y reposado para responder las entrevistas, salía beligerante e intensa cuando tenía que referirse al pueblo, a su gente, a la que defendía y por la que se desplazaba por todo el país para esconderse. Por la que se alejaba de sus amores, a los que les escribía cartas en las que su valentía y atrevimiento quedaban reducidas a la más tierna y frágil humanidad de un hombre que se convenció. El hombre quedaba inerme, desnudo, vulnerable y expuesto.
A Miriam Rodríguez, madre de María José Pizarro, le escribió los textos en los que le confió los momentos débiles en los que hubiese preferido refugiarse en sus brazos que disparar un fusil. En ese confinamiento, en ese aislamiento al que se forzaba por la prioridad que les dio a sus ideales, le contaba de sus esfuerzos por mantenerse concentrado y de lo bien que estaba, de lo fuerte que era, pero también de la hostilidad de la selva, de la persecución, de la muerte y de las pomadas con las que las soportaba: sus lecturas y sus textos. “En cuanto a mi trabajo, rindiendo al máximo, he leído con verdadero entusiasmo, para que veas mi rendimiento va una lista: El Quijote, a Chéjov, a Mark Twain, a Allan Poe, a Pushkin, a Hemingway, un libro llamado La nebulosa de Andrómeda (ciencia ficción), estoy leyendo ordenadamente El capital de Marx (llevo tres capítulos). También he escrito un cuento”.
En el libro De su puño y letra con el que su hija, María José Pizarro, reunió las cartas que él escribió, dio cuenta de la fuerza de su voluntad y del sacrificio de la insurgencia.
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“Mi amor
Hace días que no te escribo, perdóname si a veces te dejo sola. No quisiera dejar de escribirte nunca, pero como dice Barba Jacob: ‘Hay días que son tan lúgubres, tan lúgubres’”. Escribió en uno de sus mensajes. A la literatura no la relegaba porque la necesitaba. “Hoy trabajo hacia adentro con la misma obsesión con la que trabajaba sus pescaditos de oro el coronel Aureliano. Yo tampoco he dejado apagar mi llama y la cultivo. Pero el coronel trabajaba por poder encontrar sosiego, yo lo hago para poder cumplir contigo, con los que amo, y de nuevo eres mi mujer y eres mi pueblo”.
El día de su muerte, Bateman llevaba consigo el libro Doña flor y sus dos maridos. Antes de que Pizarro tomara el vuelo en el que fue asesinado por un sicario, según un artículo de Nancy Paola Moreno, publicado por este diario, había leído: “Según el mismo (Melquíades) le contó a José Arcadio Buendía mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final”. Los dos hombres, tan comprometidos, convencidos, sacrificados, mediáticos y subversivos, murieron del lado de las letras, la lucha y las causas esenciales. Bateman, gestor del eme, se perdió entre la selva, se fue y no quiso exponerse, se sepultó en las grietas del pueblo que tanto defendió. Pizarro, que luchó hasta el último segundo por quedarse, por permanecer, por seguir, se fue sin concluir una campaña que seguramente hubiese virado el destino del país hacia un escenario menos corriente, menos oscuro, menos desesperanzador.