Político: ¿Ya leyó a Dostoievski, a Stendhal y a Dickens?

Para George Orwell, el lenguaje incierto era mucho más peligroso que las bombas porque, bajo ciertos contextos, podía llegar a anular la capacidad crítica y arrebatarnos la simple habilidad de pensar.

Juliana Vargas @jvargasleal
04 de julio de 2019 - 01:00 a. m.
George Orwell, quien más allá de haber escrito y de sus funciones como periodista, fue a luchar contra el fascismo en la Guerra Civil española.  / Cortesía
George Orwell, quien más allá de haber escrito y de sus funciones como periodista, fue a luchar contra el fascismo en la Guerra Civil española. / Cortesía
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Si bien Orwell se concentró en Estados totalitarios, de manera subrepticia puede nosotros estemos sufriendo algunas de las consecuencias de usar un lenguaje que tiene mil significados y ninguno a la vez. Parte de la solución es, irónicamente, el lenguaje ambiguo que se encuentra en la literatura, así que, político, ¿ya leyó a Dostoievski, a Stendhal y a Dickens?

Cuando George Orwell decidió combatir en la guerra civil española, Henry Miller intentó disuadirlo de lo contrario. Para qué iba a un país extranjero, qué sacaba con ello. “A matar facistas”, contestó Orwell llanamente. “Cosas de boy scout”, replicó Miller. No, no era una excursión o un viaje sin sentido. Se trataba de asegurar que hubiera un futuro para escritores como ellos. Si el fascismo se imponía, no habría libertad de expresión ni espacio para la literatura.

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“Libertad de expresión”, “literatura”. Orwell pudo haber ido más allá. Pudo haber contestado que incluso la capacidad de pensamiento estaba en peligro; que, a la larga, qué nos distinguiría de las bestias: nada, porque un Estado totalitario no puede permitirse la libertad humana.

Lector, entre más indeterminado sea el lenguaje en la esfera pública, más desconfíe de aquellos que pretenden tomar las riendas de su país. Cuando vea los mismos tópicos y metáforas y eufemismos de papel en papel, esté atento, no caiga, que el lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen a verdad, para dar aspecto de solidez a lo que es puro humo, a que las verdades suenen a descaros bestiales. En fin, a que el poder hipnótico de las palabras se apodere de nuestro pensamiento y el resultado final sea el empobrecimiento de la lengua y la anulación de la capacidad crítica. No, no estoy exagerando.

En el caso de Orwell, detestaba la vacuidad de expresiones como “talón de Aquiles”, “cabeza de la hydra”, “pisar con bota de hierro”, “pequeño burgués”, “liquidar”, “lacayo”, “hiena”. Para este escritor, las metáforas amaniatadas y palabras mal traducidas eran consecuencia directa de este instinto humano que es mentir, pues mintiendo es que le damos significados artificiosos a las palabras: “Cuando alguien dice ‘vamos a liquidar a esos perros rabiosos’ es evidente que ha olvidado que las palabras tienen significado”.

Mientras las palabras son cada vez más pervertidas y retorcidas, la manipulación de la realidad se hace más patente. De hecho, si Orwell aún viviera, se escandalizaría con la facilidad con que la política y el consumo pervierten esto que ya no sabemos qué es exactamente.

Hace 50 años, el poder corrupto devaluaba el lenguaje y el lenguaje devaluado exacerbaba la corrupción, tranquilizaba las conciencias y confundía a la gente. Palabras como democracia, progresismo, liberalismo, decencia y justicia podían significar todo y nada a la vez, dependiendo de quién usara el concepto. Hoy en día, nos enfrentamos a un problema similar. Así como Orwell no sabía qué eran exactamente democracia o perro rabioso, conceptos como “narcoterrorista”, “oligarca”, “castrochavista”, “uribestia”, “falso positivo” y sobre todo “corrupción” han adquirido mil grises que pueden llegar a significar blanco o negro dependiendo del bando en que se encuentre la persona que habla.

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Esta marea se agrava con la forma en que las noticias se presentan. La degradación del lenguaje es una de las grandes causas de la simplificación de lo que vemos y leemos. Quienes presentan noticias, ávidos por saciar el hambre de quienes viven para olvidar, dan diariamente una dosis de indignación y espectáculo. Hoy es un homicidio, mañana una marcha, luego es la corrupción de un bando, y luego vendrá la del bando contrario. Todo es un ciclo que se repite una y otra y otra vez y, poco a poco, lo efímero se convierte en lo perenne. Así, estamos condenados a creer que lo sabemos todo, cuando, por el contrario, corremos el riesgo de parecernos a lo que el mismo Orwell llamo “proles”: aquella inmensa mayoría de la población de la novela “1984” que se les mantenía en la miseria, se les entretenía de diversas formas y, con sólo eso, ya se limitaban a obedecer órdenes y se les consideraba incapaces de rebelarse. “A los proles se les permite la libertad intelectual porque no tienen intelecto alguno”.

El paso final de un Estado que controla el lenguaje y la realidad es adueñarse del pasado. En un Estado totalitario, si el líder dictamina que “jamás tuvo lugar”, así será. Si al día siguiente dice “sí hubo lugar”, así será entonces, y el político, más que líder, se convierte en profeta, con un séquito de seguidores que buscan en él las respuestas que, sencillamente, no pueden darse.

En esta última fase es donde definitivamente muere el pensamiento. No creo exagerar cuando digo que nuestra capacidad crítica está en un devenir. Para ser críticos se requiere de individuos autónomos, y vivimos tiempos en los que el individuo autónomo está dejando de existir, pues, donde el lenguaje puede ser manipulado para, asimismo, manipular la voluntad popular, las palabras no pueden ser vehículos del pensamiento. Como dijo Orwell, “si ya no sabemos qué es el fascismo (o “corrupción”, o “capitalista” o “comunista”) ¿cómo podemos luchar contra él?”.

Irónicamente, un lenguaje igualmente ambiguo es la respuesta: el que encontramos en la literatura. Para ella, así como para la política, las palabras en sus significados primarios son prácticamente inservibles. La literatura consigue su efecto siendo astuta, diciendo las cosas sin decirlas. De hecho, en los Estados totalitarios en los que no se permite la libertad humana y, por ende, tampoco el lenguaje claro y directo, la ambigüedad se presta como salvavidas para evitar la censura. Cómo no estar obligada a la ambigüedad, si lo que intenta explicar es aquella complejidad, disformidad, aquellos matices que escapan a cualquier definición que llamamos “Humanidad”.

Y es que el hombre es en sí mismo lenguaje ambiguo, y tal vez por eso el poeta y filósofo Joseph Brodsky pensaba que los políticos, antes de educados, debían ser personas leídas. A su parecer, a los gobernantes no se les debía preguntar sobre política internacional, sino sobre Stendhal, Dickens o Dostoievski. Para él, la esencia de la literatura es la diversidad y la perversidad humanas, y por ello es que constituye un antídoto contra cualquier intento de encontrar soluciones generales a los problemas del existir humano, como si fuéramos una amorfa uniformidad.

Político, gobernante, legislador, si está leyendo esto, piense si ha intentado usar metáforas usadas y reusadas, eufemismos totalizantes para agrupar a una masa de ciudadanos que tienen cada uno su propio mundo interior, su propio sufrimiento, su propia historia. Piense si está usando palabras a las que les ha dado vueltas, las ha retorcido y las ha fusionado de tal forma que lo que fueron alguna vez se ha perdido en hojas marchitas. Piense si ha intentado determinar enemigos y aliados a través de esas mismas plabras como si fueran piezas de ajedrez. Si es así, lo invito a que piense si existen dos Ebenezer Scrooge, dos Quasimodos, o dos Raskolnikov. Si no los encuentra, evalúe de nuevo la manera en que se dirige a sus votantes y a quienes están en desacuerdo con usted ¿No estará usando la ambigüedad para manipular contextos en lugar de usarla para entender cuan insondables podemos ser? ¿Para polarizar personas con múltiples grises?

Usted que es bueno, recuerde todo lo que ha leído y use las palabras para evitar los lugares comunes de aquellos que no salen de las mismas metáforas vacías de siempre. Si va a usar metáforas, que sea para descubrir y no para definir o, mejor dicho, para indeterminar.

Y disculpe me repito, pero, buen político ¿Ya leyó a Dostoievski, a Stendhal y a Dickens?

Por Juliana Vargas @jvargasleal

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