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La noticia del Nobel de Literatura del 2001 a Naipaul me agarró a 202 kilómetros de mi biblioteca y mis archivos, y aunque me encontraba en Fráncfort y más o menos convertido en una isla rodeada de libros por todas partes —399.811 títulos exhibidos en la 53ª edición de la famosa feria homónima—, nada que hacer: los títulos de Naipaul brillaban por su ausencia.
Hasta en el diminuto stand de Trinidad y Tobago, patria natal del flamante Premio Nobel: también allí faltaban. Y sus atónitos editores europeos tratando de explicar lo inexplicable: por qué la decisión de la Academia Sueca los había sorprendido con los respectivos calzones en los tobillos.
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Mi conocimiento de la obra de Naipaul se remonta a 1970. En un puesto de libros de un mercadillo callejero, aquí en Colonia, encontré un volumen en cuya tapa se leía ese nombre hasta entonces para mí por completo desconocido: V.S. Naipaul, seguido de un título que me hizo tragar saliva: Blaue Karren im Calypsoland. Me dije que no era posible que hubiese en el mundo un autor tan degenerado como para bautizar así a un hijo suyo: Carretas azules en la tierra del calipso. Me cercioré de ello mirando el colofón del libro, donde constaba que el título original era Miguel Street, y que Naipaul lo había publicado en 1959 en Londres, aunque el hombre había nacido en Chaguanas, trinitario de ascendencia india, más concretamente hindú. Y así, habiéndome cerciorado de que el delincuente en materia de títulos era el editor y no el autor, compré el pequeño volumen y tras su lectura me convertí en un adicto de Naipaul.
Luego, en 1976, en la emisora alemana Radio Deutsche Welle, donde me desempeñaba como redactor especializado en temas culturales, propuse la realización de una serie acerca de algunos lugares hechos famosos por la literatura universal. La propia ciudad de Colonia, sede de la emisora, era el escenario de El honor perdido de Katharina Blum. Y Danzig, de la trilogía que comienza con El tambor de hojalata. Postulé asimismo la inclusión en la serie de lugares como La Mancha, de Don Quijote; la isla Juan Fernández, donde se desarrolló la verdadera odisea de Robinson Crusoe; Salvador de Bahía, donde las andanzas de Gabriela, clavo y canela, y por último Trinidad, para cuyo tratamiento sugerí contactar a Vividhar Surajprasad Naipaul, nombre que hizo fruncir las cejas en señal de perpleja ignorancia a mis compañeros.
Pero eran tiempos de bonanza económica en Alemania y en nuestra emisora, y mi proyecto fue aprobado sin más, con lo que me encontré teniendo como autores del mismo a Heinrich Böll, Günter Grass, Camilo José Cela (para La Mancha), Julio Cortázar (traductor al castellano del libro de Defoe), Jorge Amado y al buen Naipaul. (En aquel momento solo Böll era Premio Nobel, hoy en día son cuatro los autores Nobel con los que armé mi serie. Y que Amado y Cortázar no lo recibieran, en fin, ese es un capítulo del que prefiero no hablar).
Confieso mi orgullo por el hecho de que la serie se llevase a cabo con una calidad excepcional en los manuscritos originales y en las traducciones de cuatro de ellos, por trujamanes del calibre de Felipe Boso, Víctor Canicio, Isaac Chocrón y Cristina Peri Rossi. Con semejante material no resulta nada difícil obtener un buen producto final. Y lo conseguimos, vaya que sí.
De las conversaciones mantenidas en aquel entonces con el hoy Premio Nobel 2001, atesoro mi ejemplar de Blaue Karren im Calypsoland dedicado personalmente por él y ciertos recuerdos grabados en cinta magnetofónica. Así, por ejemplo, las siguientes palabras: “Cuando conocí a
García Márquez, me dedicó un libro llamándome ‘uno de nuestros escritores latinoamericanos’.
Ahora bien, me gustaría poseer esa dimensión adicional porque, después de todo, Trinidad, que es mi país, era parte de Venezuela, llamándose todo Nueva Andalucía hasta 1797, y de eso no hace tanto tiempo”.
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Y puesto que estaba dialogando con gente del gremio radiofónico, nos confesó que hasta 1956 había editado un programa de la BBC para el Caribe: “Fue mi primer trabajo y debo admitir que me salvó cuando yo era realmente muy joven. Me gusta la radio, me gusta la voz humana, me gusta que lo que escribo se oiga. Cuando escribo, leo en voz alta lo que he escrito cada día, así que en lo que escribo hay como una calidad oral o hablada. Y los ritmos son ritmos, digamos, del habla, los ritmos de un idioma hablado”.
Es cierto: los libros de Naipaul parecen hablarnos. Y nos cuentan hartas cosas. Quienes repasen atentamente su Viaje islámico: Entre los creyentes, descubrirán que Naipaul, ya en 1980, había dejado dicho que muchos de los miles de millones que Occidente invierte en petróleo, en el Medio Oriente, pudieran terminar llegando a parar en manos de un movimiento bastante peligroso. Y es que Naipaul, además de una bella voz, poseía un excelente olfato.