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A diferencia del control automático de constitucionalidad que, tanto sobre la declaratoria del estado de emergencia como respecto de los decretos que se dicten para conjurar sus causas y limitar sus efectos, corresponde ejercer a la Corte Constitucional, que se encuentra detalladamente reglado en la propia Constitución y en la Ley 137 de 1994, estatutaria de los estados de excepción, el alcance del ejercicio del control político atribuido al Congreso está formulado muy escuetamente y consiste en efectuar un “pronunciamiento expreso sobre la conveniencia y oportunidad de las medidas adoptadas”.
¿Con base en qué referentes podría debatir razonada y razonablemente el Congreso sobre la conveniencia y oportunidad de las medidas adoptadas por el Ejecutivo como legislador de excepción “para conjurar la crisis e impedir la extensión de sus efectos”?
Y con ello no me estoy refiriendo a las medidas tomadas para reducir la velocidad de la propagación de la pandemia, evitar el contagio, alistar los servicios de salud para la atención de los infectados de mayor gravedad, ni tampoco a las medidas de urgencia para la preservación del empleo o de las empresas, ni a la atención humanitaria de la población que está en la informalidad.
No se puede negar la importancia de tener claridad sobre los efectos que las medidas de choque están teniendo. Es claro que las medidas de distanciamiento físico, aislamiento y cuarentena, adoptadas para contener la pandemia, están reduciendo la demanda de muchos productos y servicios no esenciales, lo que puede derivar en lo que los economistas llaman un “shock de la oferta”, es decir, el cierre de fábricas y empresas o su producción a capacidad reducida, al tiempo con un “shock de la demanda”, ya que los gastos del consumo caen en picada (Chávez, 2020)** .
Pero más allá de mirar a la manera en que se atienden las urgencias de la coyuntura, hay que avizorar desde ya que las medidas para el mediano y el largo plazo tendrían que focalizarse en las causas que originaron a que hoy la pandemia se esté enfrentando con severas restricciones a las libertades civiles y económicas; esto es esencial para poder ejercer un control político útil para prevenir medidas que serían contraproducentes para el funcionamiento de la democracia y la pervivencia del Estado social de derecho.
Esto es clave entenderlo porque corremos el riesgo de que al tratar de generar la cohesión de la sociedad a partir del miedo al contagio y a la muerte, más que entender la raíz del problema, se naturalice y avance en el control social, especialmente sobre aquellos sectores considerados como más problemáticos (los pobres, los presos, los que desacatan el control), usando la excepcionalidad jurídica que permiten los estados de emergencia para propiciar lo que, con aguda crudeza, Giorgio Agamben denomina la conversión de las sociedades en campos de concentración.
No pretendo sonar ni alarmista ni fatalista, pero esta historia ya ha sido contada. Y el enfoque desde la biopolítica puede ser uno de esos referentes que le sirva al Congreso para detectar a tiempo, denunciar y evitar que ese camino se recorra. Foucault señalaba que la vida se constituye en el fundamento del orden político, por lo que no puede ser simplemente eliminada: su protección es ahora la base de la orgánica política del Estado.
Y lo que puede resultar de las medidas de excepción, so pretexto de la protección de la vida, es la invasión total del poder sobre la misma, al centrarse no solo en aspectos naturales -la salud pública- sino también sociales, económicos y subjetivos, pudiendo extender la regulación de la existencia de la población hasta límites antes impensados. Basta con mencionar el requerimiento de una aplicación que registre todos los movimientos de una persona para poder circular fuera de su lugar de confinamiento.
En estos contextos de excepcionalidad en los que la población es sometida a “campos de concentración”, la vida pierde su valor jurídico y la existencia queda a merced de la decisión del soberano, por lo cual no son descartables las tentaciones autoritarias para ejercer sobre la sociedad un biopoder, esto es, el sometimiento de la población al control y gobierno de las autoridades mediante prácticas de disciplina, vigilancia y adiestramiento, que despojan al ser humano por entero de sus libertades.
Por lo tanto, en defensa del mantenimiento del orden democrático, que con todas sus precariedades siempre será preferible al autoritarismo, así este venga envuelto en papel de seda, es labor irrenunciable del Congreso detectar si en los decretos de excepción están contenidas medidas mediante las cuales se les dé un ropaje jurídico a esas prácticas, tarea nada fácil porque, justamente, el traje de la biopolítica es funcional a su adopción dándoles una apariencia de legitimidad. En efecto, para lograr el sometimiento no violento de la población y la aceptación pasiva de la restricción de sus libertades, desde la biopolítica se afirma la existencia de un conjunto de autoridades que son competentes para hablar con la verdad sobre la condición vital de los seres humanos desde la biología, la demografía o incluso la sociología, lo que les permite crear y desplegar estrategias de intervención sobre las formas de existencia colectiva en nombre de la vida y de la salud.
¿Qué razón habría entonces para oponerse a quienes desde su experticia saben mejor que todos que es lo que más nos conviene como sociedad para la preservación de los bienes jurídicos que nos son más preciados -la vida y la salud- y sin los cuales los demás, como las libertades públicas, se tornan irrelevantes y, por lo tanto, han de ceder ante un interés superior incontrovertible?
Por ello, no es menor el reto que se tiene para dictaminar sobre la conveniencia de las medidas de excepción. Ello requiere el entendimiento de que lo que está en juego cuando se recurre a la excepcionalidad jurídica, no es únicamente la preservación de la vida y la salud, como ha acontecido con esta pandemia para justificar se declaratoria, sino que también está de por medio la preservación del funcionamiento democrático de la sociedad, cuya base es la garantía del ejercicio efectivo de las libertades públicas.
Por consiguiente, cualquier medida de excepción que, so pretexto de evitar la expansión de los efectos de la crisis, confiera a las autoridades atribuciones de ejercicio de biopoder sobre la sociedad, en los términos aquí presentados, debería ser calificada por el Congreso como inconveniente y forzar al Gobierno a su revocatoria. Sólo así se entendería que estaría ejerciendo a cabalidad su mandato como órgano de representación de los intereses de toda la sociedad.
*Director Escuela Doctoral de Derecho, U. del Rosario
** CHÁVEZ, Daniel. El Estado, las respuestas públicas y el día después de la pandemia. Descargado dehttps://www.clacso.org/el-estado-las-respuestas-publicas-y-el-dia-despues-de-la-pandemia/