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Días antes de que comenzara la “Operación Soberanía” en Marquetalia, Manuel Marulanda Vélez le mandó una carta al entonces presidente Guillermo León Valencia. Le pedía, entre otras cosas, “la apertura de carreteras y caminos vecinales” en la región a cambio de dejar las armas. El mensaje no fue atendido. En mayo de 1964, miles de soldados desembarcaron en el sur de Tolima. La región fue bombardeada.
Tras la incursión militar, los guerrilleros sobrevivientes fundaron las Farc. Cincuenta años y miles de muertos después, el pasado 6 de noviembre, una comisión del gobierno central -con periodistas a bordo- llegó a la zona por primera vez. Prometieron la construcción de un puente y el arreglo de algunas vías. En un gesto tardío que, tal vez medio siglo antes, hubiera evitado la guerra.
“Para el presidente en su palacio”, decía la carta enviada desde Marquetalia y firmada por 16 “apatriotas perseguidos”, que pedían vías para sacar a la venta el café, el fríjol y el maíz producidos en sus campos. La suerte de esta región, remota pero estratégica por su ubicación geográfica (desde allí se accede a Huila, Cauca y Valle), ha sido determinada en el centro de un país que le ha dado la espalda.
Marquetalia sigue siendo un mito. La cuna de las Farc, la república independiente. Una región desconocida hasta que allí, hace medio siglo, se definió la historia reciente de este país. Los acontecimientos que han tenido lugar en esas tierras son tan poderosos que dejaron marcadas sus calles y sus gentes. En cada esquina hay un relato de guerra y en cada voz, un testimonio de dolor.
Por eso emociona recibir la invitación para llegar hasta ese punto enclavado en la cordillera Central. Así sea a ver carreteras, pues quienes invitan son el Fondo Paz, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y la Federación Nacional de Cafeteros, que quieren que el país vea su proyecto de pavimentación de carreteras en el sur de Tolima. Las mismas vías que pedía Tirofijo hace 50 años, antes de convertirse en el comandante de las Farc.
El camino por recorrer es largo. En un mapa, Bogotá y Marquetalia se ven relativamente cerca. Un asunto de salir de Cundinamarca y atravesar Tolima hasta el extremo sur. Después de cuatro horas, la caravana de funcionarios y periodistas ya está en Ibagué. El rastro de la guerra vivida en las montañas tolimenses empieza a asomar.
A la puerta del hotel llega un anciano menudo, tostado por el sol. Le dicen Nevado, por su cabeza llena de canas. Lleva una tabla en la que exhibe iglesias de porcelana. A nadie le interesa lo que ofrece, pero con el ánimo de foráneo intrigado, empieza la conversación con él. Sin muchos rodeos cuenta que fue desplazado de una vereda de Planadas, el municipio del que forma parte Marquetalia.
De allá salió con su familia porque un comandante de las Farc, que alguna vez fue jornalero en su finca, se empecinó en reclutar a su hijo. El anciano se opuso, eso le valió una golpiza y el exilio. Ahora camina largas horas por la ciudad, mientras vende esas iglesias diminutas para pagar la habitación en donde en ese momento esta su esposa muriéndose de pena moral, dice él, tras haber dejado las tierras que habitó toda su vida.
Al día siguiente el destino es Ataco, otro de los poblados claves en la conformación de las guerrillas. Escenario de matanzas entre liberales y conservadores a finales de los 40 y durante los 50, mencionado una y otra vez en los “Cuadernos de Campaña” de Tirofijo, donde el guerrillero fijó su versión de los primeros momentos de la guerra.
Al mediodía, decenas de niños que acaban de salir del colegio corren despreocupados por el parque. Un par de ancianos conversan bajo la sombra de dos ceibas antiguas. En la mitad de la plaza, una escultura: tres figuras humanas, inmensas, de bronce, alargan sus brazos para alcanzar una paloma. Y no lo consiguen, el ave de la paz es esquiva.
Un grito rompe el silencio de una calle aledaña al parque. “¡Uy, le tomó una foto al guerrillero!”, dice una voz aguda. El fotógrafo acababa de obturar sobre un transeúnte. La niña que acompaña a la que soltó el comentario interviene: “Cállese, mana, ¿no ve que por decir eso la pueden matar?”. La claridad de ese comentario, en voz de una pequeña, ilustra mejor que cualquier crónica lo que se ha vivido en esta región.
La caravana retoma el camino, de pronto se detiene en medio de la vía. Quieren mostrarnos la pavimentación de un tramo. Aburridos de las paradas, nos metemos a una casa a bordo de carretera. Tres hombres saludan con amabilidad. Al fondo, en la cocina, una anciana de rasgos parcos se roba nuestro interés.
Empieza diciendo que cuando Álvaro Uribe asumió la presidencia, la tranquilidad llegó al sur de Tolima, porque “él sí combatió a la guerrilla”. Luego, sin preámbulo, les cambia el tono a sus palabras: “Yo ya estoy emparentada con la muerte”. Y se explica: habla de la madrugada, durante la Violencia, en la que un grupo de guerrilleros -ni siquiera supo de qué bando- entraron a su casa y mataron a su padre y a su hermano; y del día en que, décadas después, perdió a su hijo por balas paramilitares.
De nuevo en marcha, ahora el destino es Santiago Pérez, un caserío en Ataco, donde las historias de bandoleros se cuentan como leyendas. En una esquina de la plaza del corregimiento hay una placa con la fecha de un asesinato: 17 de septiembre de 1977, el día en que la venganza alcanzó a Jesús María Oviedo, Mariachi, un guerrillero liberal que en ese entonces ya se había jubilado de la guerra, se dedicaba a atender una cacharrería y a criar gatos. Al otro día sabremos la otra parte de la historia, con la que se entiende el papel protagónico de Mariachi durante los primeros años del conflicto.
De Ataco la caravana avanza hasta Planadas. Desde allí, a la mañana siguiente, toma camino hasta Gaitania, por una carretera en la que, a mitad de trayecto, el asfalto se vuelve tierra y piedra. A la entrada del poblado, un letrero gigante hace el recibimiento: “Bienvenidos a Gaitania, tierra de liberales”. En efecto, este fue el epicentro de las guerrillas de esa filiación en el sur de Tolima.
Las calles de Gaitania, a pesar de estar atestadas de motos que se mueven a toda velocidad, parecen haberse quedado atrapadas en los 50, cuando liberales y conservadores se enfrentaban a muerte en el campo colombiano. En la mayoría de casas hay banderas izadas, rojas y amarillas -en vez de azules-. Las del Partido Liberal y la Alianza Social Independiente, que se disputaron el poder en las elecciones pasadas en Planadas. En esta tierra el significado de los colores políticos sigue vigente.
No pasa mucho rato para que aparezca el mito viviente que anda por estas calles: el Pote, el hijo de Tirofijo. Está sentado en una esquina. Hablar se le hace difícil, pero cuando le preguntan si es el hijo del fundador de las Farc, suelta una afirmación clara. La gente lo saluda, es la persona más famosa del pueblo. Su primo, que es como su hermano, cuenta la historia.
La mamá del Pote se lo entregó a una hermana cuando tenía seis meses, pues la mujer, supuesta compañera de Tirofijo, en medio de las correrías de la guerra, no podía hacerse cargo de él. Siendo niño, sufrió un episodio de meningitis que lo dejó con secuelas mentales. El hombre, que hoy pasa de 50 años, se crió en el pueblo, haciendo mandados y caminando de arriba abajo, sonriente, ingenuo. En el poblado lo aprecian, hasta las mismas autoridades, a quienes parece no importarles los rumores sobre su progenitor. Incluso, durante una fiesta de disfraces, años atrás, lo vistieron de policía y le entregaron un fusil descargado con el que recorrió el pueblo jugando a hacer requisas y redadas.
En otra esquina, en la plaza de Gaitania, otra historia. Allí cayó Jacobo Prías Alape, conocido también como Charro Negro, el principal comandante de las guerrillas comunistas de esa región en los 50. Charro Negro se había acogido a un plan de rehabilitación gubernamental a finales de esa década, al igual que Tirofijo, quien por esos días era inspector de carreteras, y Mariachi, el guerrillero cuya historia empezaron a contarnos en Santiago Pérez.
Los tres fueron aliados de batalla, cuando liberales y comunistas combatían juntos contra conservadores y autoridades. Pero entonces, los guerrilleros se volvieron enemigos, divididos por la decisión de acoger o no el indulto ofrecido en 1953 por el general Gustavo Rojas Pinilla, ya acomodado en el poder tras el golpe de Estado. Frente a una droguería, en la esquina de la plaza, Mariachi citó a Charro Negro para discutir un supuesto robo de ganado. Era una trampa. Charro Negro fue baleado por la espalda el 11 de enero de 1960. Después de esos hechos, Tirofijo, desconfiando de la paz ofrecida por el Gobierno, reunió a sus hombres y volvió a las armas.
Allí mismo, pero al otro lado de la calle, hay un pequeño monumento en memoria del sargento Ismael Montero, quien murió en noviembre de 1962 por una bala disparada por el fundador de las Farc. Con aires de mito cuentan la historia: Marulanda estaba escondido en una de las montañas que rodean el pueblo, desde donde, a lo lejos, veía al sargento. Un guerrillero que lo acompañaba lo retó para que le apuntara. Y así lo hizo. Montero cayó al primer disparo y, desde ese día, Pedro Antonio Marín, conocido como Manuel Marulanda Vélez, también empezó a ser llamado Tirofijo.
Pero entre tantos relatos de guerra también hay uno de paz. Mientras clasifica granos de café, María Elvira Paya, exgobernadora del resguardo nasa de Gaitania, recuerda las madrugadas en las que los integrantes de su comunidad tenían que dormir en la selva. Las Farc los habían sentenciado: cualquier noche entrarían a sus viviendas a masacrarlos. Las disputas entre la guerrilla y los nasas comenzaron tras la “Operación Marquetalia”, en 1964, cuando, cuenta Paya, los militares les ofrecieron dinero y los armaron para que combatieran a los subversivos. “Fue un error, nos dejamos engañar por ropa y mercados”, dice la líder indígena.
En adelante, los ataques vinieron de lado y lado. Al menos 45 líderes de la comunidad murieron. “Vivíamos para escondernos”. Hasta que en julio de 1996, tras cuatro años de conversaciones, las dos partes llegaron a un acuerdo de paz que hasta hoy han respetado. El pacto fue firmado por Jerónimo Galeano, comandante de la cuadrilla Joselo Lozada, del frente 21 de las Farc, con el aval del Secretariado, y por Virgilio López, gobernador del resguardo. Las muertes cesaron y desde entonces los guerrilleros no entran al resguardo y los indígenas no hacen parte de ningún actor armado.
Paya dice que a partir de ese acuerdo la vida les cambió, se acabó la matanza y pudieron dedicarse a trabajar la tierra. Hoy habla del proceso que avanza en La Habana: “La paz es posible, pero hay que evaluar que después del acuerdo se cumpla lo pactado, y nunca dejar de dialogar”.
Anochece, de vuelta en Planadas la expectativa es grande. El destino del día siguiente es Marquetalia. El recorrido empieza antes del amanecer. El camino es largo, y si no se arranca temprano, la noche nos alcanza en las montañas.
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En 1961, desde el Congreso, el dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado bautizó Marquetalia como “república independiente”. Un rótulo que sus pobladores arrastran como una condena. En mayo de 1964 vino el despliegue militar sobre la región, donde se habían concentrado los hombres de Tirofijo. Las guerrillas del Tolima se reorganizaron tras el operativo militar.
Durante la Conferencia Guerrillera del Bloque Sur constituyeron oficialmente las Farc, que en adelante nunca abandonaron su retaguardia histórica en esa zona, donde llegaron a asumir las funciones del Estado. En Gaitania se cuenta que hasta hace una década las Farc castigaban a los delincuentes, poniéndolos a limpiar alcantarillas a plena luz del día, para que todo el pueblo los reconociera. Incluso convivían con las autoridades y se emborrachaban en las mismas tabernas que los policías.
A finales de los 90, los paramilitares del bloque Tolima entraron en la disputa de la zona, en ciertas veredas de Ataco y al norte de Rioblanco. Y durante la primera presidencia de Álvaro Uribe Vélez, la Fuerza Pública ingresó con vigor. Las Farc perdieron presencia en la región, quedaron relegadas a las partes más altas de la cordillera. En todos estos períodos y con cada uno de los actores armados los pobladores tuvieron que acomodarse a la autoridad de turno. El fuego cruzado nunca dejó de cobrarles altas cuotas de dolor y sangre.
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La caravana arranca de nuevo hacia Gaitania y de ahí toma rumbo a Marquetalia. Luego de 40 minutos de trocha, la vía para los carros se acaba. Hay que continuar a lomo de bestia, y en este caso, a pie, pues los caballos y las mulas no alcanzan para los 20 funcionarios y periodistas en camino. Una campesina señala a lo lejos la montaña que tenemos como destino.
El ascenso comienza por un empantanado camino de herradura. Sobre la cordillera Central la vista sigue siendo la misma que hace medio siglo: recias montañas enfiladas que bordean el río Atá, furioso incluso en estos días de verano, y como una cicatriz en la tierra, el sendero que los hombres de Tirofijo y Jacobo Arenas trocharon en 1964, que los campesinos han transitado por décadas y que -en un hecho que apunta a confirmar el sentimiento de abandono de sus pobladores- el Estado sólo suele recorrer en forma de Fuerzas Militares.
El camino se hace tan estrecho en algunos tramos, que las bestias parecen a punto de desbocarse por el risco que rodea las montañas. El recorrido a pie es duro para el que viene de la ciudad. El corazón late tan rápido como si se estuviera corriendo una maratón.
Después de cuatro horas la comitiva llega a su destino. “Marquetalia nunca ha sido una república independiente, sino un pueblo abandonado”, dice una mujer en la cima de la montaña señalada. En el mismo sitio donde hay fragmentos enterrados de un helicóptero que, cuentan, fue la primera aeronave derribada por hombres de Tirofijo. Allí también están intactas las trincheras del Ejército y una especie de túnel donde se refugiaron los guerrilleros durante los bombardeos de la “Operación Marquetalia”.
De ahí, el descenso hasta la única escuela de la zona, derruida y estrecha, donde 60 campesinos se reúnen a escuchar al delegado del Alto Comisionado para la Paz. La primera vez que un representante del gobierno central llega tan adentro en las montañas del sur de Tolima, uno de los primeros escenarios de la guerra, aparece con palabras de paz y anuncios de un porvenir prometedor, para una población que no tiene vías carreteables, acueducto ni energía eléctrica.
La gente eleva su reclamo: “Somos campesinos, el estigma de guerrilleros es una mentira”; “no sólo queremos el silenciamiento de fusiles, este conflicto es de hambre, de necesidad”. Ellos sólo esperan que las peticiones que hacen desde hace medio siglo, que al ser ignoradas se convirtieron en uno de los detonantes de la guerra en esta región, sean escuchadas. Que su mensaje, esta vez, al contrario de aquella carta que envió Tirofijo antes de la “Operación Soberanía”, no quede sin respuesta.
Una última mirada sobre la cordillera: Marquetalia es realmente bella. Por el camino, un campesino dice que el conflicto debe terminar donde comenzó; pide que Santos y Timochenko, tal vez como un acto de desagravio con los habitantes de esta región, por el abandono y los muertos, firmen el acuerdo de paz en sus tierras. El día se acaba y hay que apretar el paso para salir de Marquetalia antes del anochecer.
La historia y el estigma que pesan sobre estas montañas no permiten que un foráneo se sienta a salvo en la oscuridad.
El sur del Tolima, cuna de las Farc
Los territorios que actualmente hacen parte de municipios como Planadas, Ataco, Chaparral y Rioblanco, en el Tolima, fueron, desde finales de los 40, escenario de la Violencia entre liberales y conservadores. A comienzos de los 60, Manuel Marulanda Vélez, reagrupó a sus hombres, que se habían acogido a un programa de rehabilitación propuesto por el gobierno, y volvieron a las armas.
Se organizaron en el extremo sur del departamento, en la región conocida como Marquetalia, hasta donde en 1964 llegaron las Fuerzas Armadas a recuperar el territorio. Miles de soldados se enfrentaron a decenas de guerrilleros. Según las cuentas de la guerrilla, 200 campesinos murieron durante la operación, en la que perfeccionaron sus estrategias militares. Fortalecidos por haber resistido la incursión, fundaron las Farc.