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Iván Duque Márquez recibirá un país con las Farc desarmadas, pero con una implementación del Acuerdo aún cruda. Un país incluido en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el club de los ricos del mundo, pero con una situación delicada y alarmante de seguridad para los líderes sociales y defensores de derechos humanos. Un país en medio de una negociación de paz con el Ejército de Liberación Nacional (Eln), pero con una cifra récord de hectáreas cultivadas de coca.
Dicen que cuatro años en el poder son muy pocos, pero ocho son demasiado. Por eso el presidente Juan Manuel Santos necesitó un tiempo extra para terminar el proyecto que se convirtió en la bandera del gobierno que finalizará este martes 7 de agosto: dejar un país sin Farc. Incluso, a pesar de su reelección, los dos cuatrienios en los que estuvo al frente de los destinos de Colombia no le alcanzaron para lograr la implementación total del Acuerdo de Paz firmado con esa guerrilla.
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La negociación, a la luz de la realidad, se demoró mucho. El comienzo del proceso público fue anunciado por Santos el 28 de agosto de 2012 y sólo hasta el 24 de noviembre de 2016, luego del tropiezo del plebiscito del 2 de octubre de ese mismo año, se firmó un nuevo texto final del Acuerdo en el que fue incluida una parte de las sugerencias que entregó la oposición, encabezada por los expresidentes Álvaro Uribe Vélez y Andrés Pastrana, la bancada del Centro Democrático, el exprocurador Alejandro Ordóñez y la vicepresidenta electa, Marta Lucía Ramírez.
Terminó tan tarde, que puso a correr a las mayorías del Gobierno en el Congreso, ya mermadas por el ocaso del poder, en la radicación y aprobación de los proyectos y actos legislativos que se necesitaban para poner en marcha cada uno de los puntos acordados. Hoy, elegido el nuevo Congreso, se debate la viabilidad de la modificación de varios puntos del Acuerdo, como fue promesa de campaña de Duque. No obstante, las mayorías a su favor que se daban por sentadas cuando ganó las elecciones el 17 de junio aún no son un hecho y se pone sobre la mesa lo que será una encrucijada para el joven mandatario: dedicarse los cuatro años a intentar reformar la paz andante o hacer las reformas económicas, fiscales o a la justicia que también están en su agenda.
Ese es el primer asunto que le deja Santos a Duque, quien tendrá que actuar ya no como senador del Centro Democrático, sino como presidente de todos los colombianos y poner en la balanza los riesgos que se corren, sobre todo en las regiones más apartadas, si se cambian las letras a lo que ya está en marcha. El Acuerdo, aunque firmado en Bogotá, está íntimamente ligado a la ruralidad, en donde las llamadas disidencias han dado muestras de poderío territorial en un pulso sin ideología, en que buscan convertirse en los capos de la droga.
El informe del Observatorio de Seguimiento a la Implementación del Acuerdo de Paz (OIAP), de enero de 2018, señaló que, luego de un año del comienzo de la fase de implementación, esta sólo había alcanzado un 18,3 %. Un documento más reciente, realizado por la Secretaría Técnica del Comité de Verificación Internacional, que integran CINEP y CERAC, llamaba la atención sobre la situación de seguridad de líderes sociales y sugerencias para iniciar un proceso para la modernización de instituciones como la Policía Nacional y el fortalecimiento de las autoridades locales, como complemento para la protección individual y colectiva.
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También hubo reparos en la ausencia de una respuesta legislativa en cuanto a la reforma rural integral, sin embargo, el último impulso del gobierno Santos fue la radicación de varios proyectos en el nuevo Congreso que tienen que ver con la materia, como el de innovación agropecuaria o de catastro multipropósito. Queda en el tintero la reforma política que garantizaría la apertura democrática, y que no tuvo la fuerza para ser aprobada en un Congreso que se negó a modificar las reglas de juego antes de las elecciones legislativas, y la intención de darles curules a las víctimas del conflicto armado, un asunto que también será retomado por la bancada del uribismo en el Capitolio.
Muy ligada a la finalización del conflicto armado con las Farc está la continuación del proceso de diálogo con el Eln. El sexto ciclo de conversaciones terminó el pasado 1° de agosto sin un acuerdo de cese al fuego bilateral, una decisión que tuvo críticas por parte de algunos congresistas cercanos al proceso, como Roy Barreras, al considerar que se había perdido una oportunidad única, si se tiene en cuenta que el presidente electo Iván Duque, además de no ser un fiel creyente de esa mesa de conversaciones, ha anunciado sus condiciones: la suspensión de todas las actividades criminales por parte de la guerrilla y la concentración de sus combatientes en zonas determinadas del territorio nacional.
Como dijo el equipo negociador del Eln en La Habana, la paz queda en espera, con la promesa de que la guerrilla aguardará en la mesa al nuevo presidente. Sus condiciones han girado en torno a la participación de la sociedad civil en la construcción del acuerdo y la implementación de medidas humanitarias en los territorios que sufren el conflicto armado. De ahí se desprende la tragedia que se esparce en contra de los líderes sociales y defensores de derechos humanos, que son asesinados a cuenta gotas por un enemigo que no da la cara y que obliga a las autoridades a agudizar las medidas de protección.
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Hasta el pasado 16 de julio, de acuerdo con las cifras que maneja la Defensoría del Pueblo, los casos de asesinato de líderes ascendía a 321 desde enero de 2016. Con los casos de la última semana, esta se incrementó, y también hay que tener en cuenta que los números que se manejan desde el Estado y por parte de las organizaciones sociales no son homogéneos. En un intento por garantizar la vida de esta población, se ha avanzado en la firma de un convenio, que financiará el Fondo Multidonante de la ONU, para el fortalecimiento del sistema de alertas temprana y una directriz del Gobierno Nacional para que las autoridades municipales y departamentales se apersonen de la situación.
En manos de Duque también queda la “papa caliente” del aumento de los cultivos de coca, que, según reveló la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas de la Casa Blanca en junio pasado, aumentó en 11 % en 2017 y alcanzó la cifra récord de 209.000 hectáreas cultivadas. El gobierno Santos insistió en la continuidad de la política de sustitución voluntaria de cultivos —y la erradicación forzosa a la que se le añadirá un componente de fumigación sectorizada con glifosato utilizando drones— con el argumento de que es una garantía para evitar la resiembra.
Y, sin duda, otro de los grandes retos del nuevo presidente tendrá que ver con mantener la gestión internacional que estuvo en mano de Santos y la ministra María Ángela Holguín, que ha traído réditos palpables, a través de recursos para la implementación del Acuerdo de Paz. En ese plano está el reconocimiento que tiene el documento fuera del país; la popularidad de Santos, que se incrementó luego de hacerse con el Premio Nobel de la Paz en 2016, y la aceptación de Colombia en la OCDE, que no es cosa menor, pues implicará la adopción de medidas encaminadas al mejoramiento de las prácticas económicas. Como toda herencia, lo que le deja Santos a Duque será como un baúl lleno de viejos recuerdos en el cuarto de San Alejo, del que se deberá conservar lo útil y desechar lo inservible.