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Existen tres corporaciones públicas en Colombia que son ejemplo de ineficacia: el Consejo Superior de Judicatura, la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes y el Consejo Nacional Electoral (CNE). Y aunque todo el mundo sabe de su mal funcionamiento, la historia ha demostrado que es casi imposible eliminarlas o modificarlas, pues en estas se apuntala la impunidad que requieren los corruptos que campean en los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Recientemente se ha intentado, en no menos de tres ocasiones, realizar profundas reformas, pero a última hora algo pasa para dejarlas con vida.
En 2011, pocos meses después de su llegada a la Casa de Nariño, el gobierno de Juan Manuel Santos presentó al Congreso una reforma constitucional que prometía un revolcón de las relaciones entre las ramas del poder público, especialmente en lo que tiene que ver con administración de justicia. En el texto que proponía el Ejecutivo se eliminaba la Comisión de Acusación y el Consejo Superior de la Judicatura, pero a cambio los magistrados de las altas cortes y los congresistas exigieron una serie de beneficios que terminaron por hundir la reforma, aun después de su aprobación en el Capitolio.
Luego, en 2014, el gobierno Santos hizo un nuevo intento de reformar la justicia y al Congreso con la llamada Reforma al Equilibrio de Poderes. Allí se intentó de nuevo eliminar el Consejo Superior de la Judicatura, así como la Comisión de Acusación, que sería remplazada por el Tribunal de Aforados. De igual manera, por esos mismos días, se conoció un informe del PNUD titulado “Proyecto integral para la modernización del sistema electoral colombiano”, en el cual se planteaba la necesidad de impulsar profundas reformas en el CNE.
En el Acuerdo de Paz de La Habana se pactó, como un medio para la ampliación de la democracia, la necesidad de una reforma política profunda, en la cual, por supuesto, se incluía la creación de una nueva autoridad electoral, independiente e imparcial. Esto exigía evitar el origen partidista de los integrantes del CNE y la consecuente obligación de reformarlo o eliminarlo para crear un nuevo ente. Así lo dijo la Misión Especial Electoral, encargada de entregar al gobierno las recomendaciones para una reforma política-electoral de fondo.
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Pero, una vez más, la propuesta que llegó al Congreso naufragó y no se pudo sacar adelante la idea de hacer cambios estructurales al sistema electoral, dotándolo de magistrados que no representaran los intereses de los partidos políticos y sus congresistas. La reforma muy rápidamente se convirtió en un nuevo “Frankenstein” que, en vez de solucionar los problemas del sistema político y electoral, los agravaría. La historia muestra que las los últimos cambios que se le hicieron a este órgano electoral fueron en 2003 y 2009, y que en ambas oportunidades lo que se hizo fue darle más facultades, abriendo aún más las compuertas para que se administrara justicia electoral a favor de los partidos mayoritarios.
Ahora, con la entrada de un nuevo gobierno —el de Iván Duque— muchos se preguntan si habrá ambiente para impulsar un revolcón en el sistema electoral, que parece hacer aguas ante la falta de legitimidad de que goza entre los ciudadanos. Tal vez por eso, en el primer paquete legislativo de la nueva administración se introdujo una reforma política, la cual plantea modificaciones a cuatro artículos de la Constitución. Por ejemplo, propone la eliminación del voto preferente en las elecciones a Congreso, define las primarias como mecanismo democrático y obligatorio para la selección de candidatos, impone la fusión como requisito para que las coaliciones adquieran personería jurídica y, finalmente, le otorga autonomía técnica, administrativa, financiera y presupuestal al CNE.
Aunque no se tiene claridad en qué sentido apunta la reforma, si parece claro que se necesita un revolcón en esta última materia. Para Alejandra Barrios, directora de la Misión de Observación Electoral (MOE), se pueden aprobar todas las reformas al sistema de partidos que quieran, pero si no se modifica el origen y carácter de la autoridad electoral (es decir, si no se hace una reforma de fondo a la arquitectura electoral), persistirán y se profundizarán las actuales debilidades del sistema. “Se requiere una autoridad electoral independiente de los partidos políticos, para que de esta manera se pueda brindar garantías a todos por igual, con presencia territorial y capacidad real de gobierno de las elecciones, así como la fortaleza técnica para investigar y la probidad necesaria para administrar justicia”, dijo.
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Propuestas que van y vienen, que nunca tienen éxito, y que vuelven a la palestra pública con la elección en el Congreso, el pasado miércoles, de los nuevos magistrados del CNE, todos representantes de los intereses de los partidos políticos y algunos, incluso, con serios cuestionamientos. Es el caso, por ejemplo, de Jaime Luis Lacouture, quien ha sido salpicado en el proceso de corrupción de la multinacional Odebrecht tras las declaraciones de Otto Bula ante la Corte Suprema de Justicia; además se habla de su cercanía política y familiar con el exsenador procesado por corrupción Bernardo Ñoño Elías.
Pero el problema no son los nombres de quienes integran este tribunal electoral, sino que quienes llegan allí defienden los intereses de los partidos políticos y sus miembros en el Congreso, asambleas departamentales y concejos municipales. Allí llegan los procesos por delitos electorales y la historia ha demostrado que es un órgano sin voluntad política para sancionar a sus propios compañeros. Es claro que cada día aumenta la indignación de los ciudadanos por la naturaleza de este órgano, por su composición y la manera como se elige y funciona. Habrá que esperar si en este Gobierno y en este Congreso se logra formarlo.
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