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“Tranquila, monita, que no le voy a hacer nada”, le dijo el hombre mientras la tomaba por el brazo. “Dígale a su noviecito que se cuide y la cuide”, enfatizó el sujeto en tono intimidante, antes de subirse a la moto en la que otro hombre lo esperaba para emprender la huida. Tenía el rostro cubierto con un casco de color negro y ella no logró identificarlo. Los nervios sólo le permitieron subirse a su carro y salir del lugar a toda marcha. Fue el pasado jueves 26 de enero, a plena luz del día, en una vía pública del barrio Yambitara en Popayán (Cauca).
La amenaza se repitió dos semanas después a través de un panfleto que llegó a la Casa de la Mujer: “Monita, su noviecito no la está cuidando como debe, este es el segundo aviso. Dígale que no queremos más guerrilleros ni narcotraficantes en el Cauca”. Ambos mensajes estaban dirigidos a su compañero sentimental, Jonatan Enríquez Centeno Muñoz, vocero departamental del movimiento Marcha Patriótica y para quien las intimidaciones se han convertido en el pan de cada día. Sólo el mes pasado recibió cuatro.
Jonatan se ha dedicado en los últimos años a apoyar el trabajo que las organizaciones sociales de base, en su mayoría campesinas, adelantan en defensa de sus territorios, y a realizar tareas de pedagogía de los acuerdos de paz para que las comunidades conozcan en qué consisten programas como el de sustitución de cultivos ilícitos pactado por el Gobierno y las Farc en La Habana (Cuba). Un trabajo que le ha valido un sinfín de señalamientos y ataques que, asegura, aumentaron considerablemente desde el año pasado, con los avances en el marco del proceso de paz.
Su caso preocupa porque deja ver los alcances de un fenómeno que viene haciendo carrera en el país con cifras alarmantes: los ataques contra líderes sociales y defensores de derechos humanos. Aunque no hay consenso sobre un número exacto, informes de organizaciones como Indepaz señalan que sólo en 2016 la cifra de integrantes de organizaciones sociales, ambientales y movimientos políticos de izquierda que fueron asesinados ascendió a 116. Eso sin contar los más de 300 amenazados y las casi 50 víctimas de atentados.
Y el tema no para ahí. La situación ha llegado a tal nivel que en lo corrido de 2017 ya han sido asesinados 13 líderes más. Cifras que engrosan una tragedia sobre la que han alertado múltiples organismos internacionales que han hecho llamados constantes al Gobierno para que adopte las medidas necesarias y proteja la vida de quienes por su trabajo en defensa de los derechos humanos están en la mira de grupos ilegales. “Estos valientes activistas están siendo silenciados por poderosos intereses económicos y políticos locales y regionales, así como por diversos grupos armados, incluidos paramilitares, por defender sus derechos o exponer la trágica realidad del país”, manifestó esta semana Érika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional.
El pasado martes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) cuestionó la falta de acción en casos como el del líder comunitario Aldemar Parra García, quien fue asesinado en el departamento de Cesar el 7 de enero, a pesar “de que el Estado había sido informado, a través de su sistema de alerta temprana, de amenazas de muerte contra miembros de la comunidad y de la presencia en el área de hombres sospechosos”.
Sin embargo, la respuesta por parte del Gobierno a la crisis ha sido en ciertos aspectos ambigua y ha dejado más dudas que certezas. El presidente Juan Manuel Santos firmó hace una semana el decreto que da vía libre a la creación de la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad —presidida por él—, que se encargará de atender específicamente los ataques contra líderes sociales, e incluso pidió públicamente al ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, seguir informando sobre los esfuerzos que se están haciendo para evitar que ocurran más asesinatos. Sin embargo, el Gobierno ha señalado en repetidas ocasiones que no se puede hablar de sistematicidad en los asesinatos y que muchos de los crímenes no tienen coincidencias entre sí.
Al revisar los perfiles de los líderes asesinados este año, las similitudes son varias: de los 13 contabilizados, dos pertenecían a Marcha Patriótica, tres eran líderes comunitarios, dos reclamantes de tierras, dos representantes de juntas de acción comunal, una de comunidades indígenas y el resto de asociaciones campesinas.
La respuesta estatal sobre la preocupante situación esconde detrás el nudo gordiano del asunto: la gran mayoría de amenazas, ataques, atentados y asesinatos contra líderes sociales y defensores de derechos humanos tienen en común denuncias de presencia y fortalecimiento de grupos paramilitares en las regiones, un fenómeno que el Gobierno asegura que no existe en Colombia. “No hay paramilitarismo. Decir que lo hay significaría otorgarle reconocimiento político a unos bandidos dedicados a la delincuencia común y organizada”, señaló recientemente el ministro Villegas.
Los casos hablan por sí solos: José Yimer Cartagena, por ejemplo, fue asesinado el pasado 10 de enero en Carepa (Antioquia). Era el vicepresidente de la Asociación Campesina para el Desarrollo del Alto Sinú y hacía parte de la Comisión de Derechos Humanos de Marcha Patriótica. Había denunciado la situación de riesgo en la que se encontraban los líderes campesinos de Córdoba por cuenta de la presencia de grupos paramilitares y, de hecho, 10 integrantes de Marcha que asistieron a su entierro fueron posteriormente amenazados.
Una muestra de que la lectura que se hace de la situación en los territorios es muy diferente a la que hace el Gobierno. La llegada y el auge de organizaciones criminales de esta naturaleza están relacionados directamente con un proceso de reordenamiento de poderes, sobre todo en las zonas que históricamente fueron controladas por las Farc y que quedaron con un vacío de poder tras el repliegue de las tropas guerrilleras a las zonas de concentración. Una disputa territorial que además va ligada a economías ilegales, como cultivos ilícitos, minería y corredores del narcotráfico. De hecho, cálculos hechos por Indepaz señalan que actualmente se registra actividad narcoparamilitar en 344 municipios de 31 departamentos del país.
“En Cauca se han acrecentado las amenazas a líderes. Hubo un agrupamiento de la insurgencia en los territorios y hubo varios que quedaron abandonados porque el Estado nunca ha hecho presencia. El control y el orden ahora están en manos de otros grupos. Hemos denunciado penal y políticamente la situación, la presencia de hombres armados y encapuchados. El Estado tiene la capacidad para resolver estos casos y no lo hace. A nosotros nos ha tocado fortalecer el ejercicio de guardia campesina”, asegura Jonatan Centeno.
Los patrones de conducta se repiten en otras regiones. En Antioquia, por ejemplo, la presencia de nuevos actores armados en varios municipios ha terminado por convertirse en un asunto cotidiano, con el agravante de que —según las denuncias— las autoridades tienen pleno conocimiento de la situación. “Se han visto hombres armados en Briceño haciendo retenes, y todo el mundo sabe que son Urabeños. En San Andrés andan los Pachelly y se conoce donde se reúnen; la Policía y el Ejército pasan por ahí. En otros lugares, estos nuevos grupos están incluso convocando a reuniones, como lo hicieron en una vereda de Ituango la semana pasada. Dicen que sólo se van a dedicar a comprar coca, pero que nadie puede meterse en los programas de sustitución y que no pueden tocar las matas. La gente está en una encrucijada tremenda”, denuncia Isabel Cristina Zuleta, de la coordinación nacional del Movimiento Ríos Vivos.
En su caso, la preocupación está orientada, además, a la labor que vienen desempeñando líderes ambientalistas que defienden los recursos naturales ante la llegada de multinacionales y empresas privadas que buscan explotar la tierra. “Nuestra prioridad es el tema ambiental. Sentimos que somos el nuevo sujeto en el que se van a concentrar los actores armados porque se mueve mucho dinero”, agrega Zuleta, insistiendo en que, si bien el Gobierno puede negar la sistematicidad de los asesinatos, lo que no puede negar es que en los casos ha habido completa impunidad. “Eso hace que los que nos están atacando sientan que tienen todo el campo libre porque nadie va a hacer nada. Que el Gobierno desconozca que existe paramilitarismo es ponerles una lápida a los defensores de derechos humanos”, recalca.
Las amenazas persisten y reina la zozobra. No existen garantías de seguridad. Las organizaciones sociales y los movimientos políticos de base esperan que el Gobierno cumpla con su compromiso de proteger a sus líderes y esclarecer los móviles y autores detrás de todas estas muertes. Mientras eso pasa, en las regiones los trabajos siguen. “Las amenazas se materializan para acallar la voz de los territorios y eso no lo vamos a permitir. Seguiremos adelante porque asumimos la lucha, porque esto es un proyecto de vida. Vamos a seguir en la construcción de un nuevo tejido social”, asegura Jonatan Centeno.