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El balance que deja este año en materia de masacres y asesinatos de líderes sociales y excombatientes es doloroso: en total, fueron más de 80 masacres y al menos 293 líderes sociales asesinados.
A esto se suma el regreso de otras formas de violencia que se creían superadas, como los incidentes con minas antipersona, el reclutamiento de menores por parte de grupos armados y el desplazamiento forzado. Todos estos indicadores muestran que la implementación del Acuerdo de Paz ha sido incompleta, limitada en términos territoriales, e insuficiente para impedir un nuevo ciclo de violencia.
Lo anterior contrasta con la disminución histórica de la tasa de homicidios y de los delitos de alto impacto, principalmente en las ciudades. Las medidas de confinamiento por la pandemia fueron decisivas para el balance positivo en materia de seguridad ciudadana.
Pero esto no significa que, en ciudades como Cali, Bogotá, o Cúcuta, haya mejorado la percepción de seguridad ciudadana, o hayan disminuido todos los delitos. De hecho, en estas ciudades se ha estancado la tendencia decreciente del homicidio que venía registrándose desde hacía algunos años.
En suma, el recrudecimiento de la violencia en el país muestra que, hasta el momento la “Paz con Legalidad” del gobierno Duque no ha tomado tracción territorial y que difícilmente lo hará mientras el partido de gobierno insista en hacer trizas lo que queda del Acuerdo de Paz y en ponerle trabas a la reincorporación de excombatientes.
El crimen: la política por otros medios
Detrás del recrudecimiento de la violencia y de la degradación de la violencia armada hay un hecho que el país se ha negado a reconocer: el crimen organizado también es un fenómeno político.
El poder político es el que garantiza la continuidad de las operaciones ilegales y la protección a reconocidos capos y a sus gigantescas fortunas, y este dinero financia campañas políticas, incluso presidenciales. En otras palabras, el crimen organizado es una actividad que, al igual que la guerra, consiste en construir formas no estatales de protección, tributación y control social.
En ese sentido, las masacres y el asesinato de líderes no son el resultado de una violencia indiscriminada. Por el contrario, son el resultado de una violencia selectiva en territorios donde se pretende forzar la obediencia y la tributación de ciertas comunidades.
Se trata de una violencia selectiva contra líderes que, en no pocas ocasiones, representan un obstáculo para la consolidación de redes clientelares y para la cooptación del Estado local. Estas redes se están quedando con presupuestos públicos, licencias ambientales, títulos de propiedad sobre enormes extensiones de tierras, cuotas burocráticas y partidas de contratación, y no aceptan que nadie se entrometa en este proceso.
Partiendo de este hecho, hay tres factores que contribuyeron al recrudecimiento de la violencia armada en Colombia en el 2020:
1. Los conflictos locales, protagonizados por grupos fragmentados, con liderazgos inestables que dependen del control social de las comunidades de las que hacen parte.
2. La diversificación de las rentas ilegales, en un contexto donde no solo el narcotráfico es el motor de la violencia armada y de las disputas por activos territoriales en materia extractiva y construcción de poder.
3. Y el más importante: la desconexión entre el aumento de las acciones de control por parte del Estado y la incapacidad de ese mismo Estado para proteger a las comunidades y a sus líderes.
¿Vacío de poder?
La salida de las antiguas Farc del tablero de la guerra significó la desaparición del último actor irregular que tenía la capacidad de actuar nacionalmente con cierto margen de efectividad.
Si bien es cierto que el proceso provocó una ruptura en la antigua guerrilla, que resultó en la creación de disidencias armadas, también hay que reconocer que el orden social impuesto por las antiguas Farc en los territorios era estable.
Así lo reconocen los campesinos en diferentes regiones afectadas por la guerra. La salida de las Farc produjo una incertidumbre en materia de regulaciones, normas y códigos que, paradójicamente, creó un escenario peligroso para las comunidades y sus líderes.
Algunos han dicho que esto se debe al “vacío de poder” dejado por las Farc. Pero las Farc no dejaron ningún vacío: en los territorios donde estaba la guerrilla las reglas no desaparecieron, sino que cambiaron en una larga tradición de gobernanza criminal. En Colombia, el orden estatal es solo una de las formas de autoridad que se ejercen y con las que se debe negociar dependiendo del territorio y de la circunstancia. Por eso, discursos de mayor presencia del Estado y de mano dura contra la criminalidad hacen eco en los medios y en las grandes ciudades, pero no en lo local.
En municipios y veredas alejadas del país, es bien sabido que la presencia del Estado no siempre es sinónimo de legalidad y que “policías” y “ladrones” no están siempre en lados opuestos de la ley. Por el contrario, la relación entre el Estado y los armados puede variar fácilmente entre la cooptación, la cooperación y la disputa.
Un ejemplo de lo anterior es el caso de Norte de Santander y el Catatumbo. En estas regiones no hay un vacío de poder, sino una reorganización y una diversificación de las rentas ilegales disponibles, incluyendo las derivadas del éxodo venezolano. Allí los Rastrojos, amparados por la fuerza pública en Puerto Santander, resisten con relativa efectividad la ofensiva conjunta entre el Ejército de Liberación Nacional (Eln) y las Fuerzas Armadas Nacionales Bolivarianas (FANB) del lado venezolano.
Aunque Tibú sigue siendo el municipio con mayor capacidad de producir coca en el país y concentra un número importante de asesinatos de excombatientes, el acceso a las rentas ilegales de la región depende del control de las trochas a Venezuela y su incidencia sobre el contrabando de gasolina, la trata de personas y el cobro a los miles que cruzan diariamente la frontera.
Fragmentación criminal
Por su parte, el gobierno nacional ha reiterado una y otra vez que el narcotráfico es el causante del recrudecimiento de la violencia, de las masacres y el asesinato de líderes y excombatientes.
Se ha vuelto costumbre del ministro de Defensa culpar al “maldito narcotráfico” de los hechos de sangre que con frecuencia nos sacuden. Además, se ha insinuado que la situación no va a cambiar hasta que se reanude la aspersión aérea con glifosato.
Varias analistas, como María Alejandra Vélez y su equipo en el Centro de Estudios Sobre Seguridad y Drogas (Cesed), o Juanita Vélez y Kyle Johnson, nos han mostrado las limitaciones y los matices de esta interpretación: en realidad, la violencia que padeció el país este año está más relacionada con la forma en la que otras economías –como la minería ilegal o la ganadería extensiva– están atizando el fuego del posconflicto.
Los datos oficiales del Ministerio de Defensa muestran enormes avances en materia de desarticulación de grupos armados organizados y grupos delincuenciales. También muestran una disminución de la extracción ilícita de minerales, el contrabando, el secuestro y la extorsión, entre otros delitos.
Pero en las veredas y los municipios, la sangre se sigue derramando. Esto muestra una desconexión preocupante entre el contexto operativo de la fuerza pública y la capacidad de proteger la vida, de intervenir el territorio y de crear estabilidad.
Lo que ha hecho el Estado colombiano –incautar bienes y capturar delincuentes– solo parece contribuir a la fragmentación y adaptación del crimen organizado. Cada vez parecen ser más los grupos delincuenciales y armados: Pachencas, Pachelys, La Constru, Rastrojos, Pelusos, Los Mexicanos, La Oficina, La Mafia, Puntilleros, Autodefensas de la Sierra Nevada, el Eln, etc.
El próximo año vendrá cargado de tensiones territoriales y, sin las talanqueras de un encierro obligatorio por la pandemia, podría ser un año aun más violento que el 2020. Ojalá que no.
* Investigador asociado del Great Cities Institute, Chicago. @jmantillaba