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Samaniego, un pueblo que resiste ante los violentos

La muerte violenta de ocho jóvenes en Samaniego (Nariño) trae a la memoria las luchas de un municipio que lleva más de treinta años aferrado a su vocación como territorio de paz, a pesar de la violencia que continúa ensañada en Nariño.

17 de agosto de 2020 - 05:11 p. m.
Samaniego, Nariño, ha sido un municipio que se la ha jugado por la paz en medio del férreo conflicto.
Samaniego, Nariño, ha sido un municipio que se la ha jugado por la paz en medio del férreo conflicto.
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Los asesinos andan sueltos en Samaniego (Nariño). Lo saben sus 62.000 habitantes que ahora lamentan la muerte violenta de ocho jóvenes pertenecientes a familias o amigos de la zona. Universitarios y bachilleres que, a raíz de la cuarentena, habían regresado a sus pueblos y se reunieron en la tarde del sábado a realizar un asado. En una casa en la vereda Santa Catalina donde irrumpieron tres o cuatro hombres encapuchados hacia las diez y media de la noche para consumar la masacre.

Al montañoso municipio situado a 117 kilómetros de Pasto ya acudió el ministro de defensa Carlos Holmes Trujillo. Estuvo con los altos mandos militares y de Policía. La Fiscalía General de la Nación ya desplegó también un equipo de investigadores para esclarecer el grave hecho ocurrido. Pero entre los habitantes de Samaniego y las poblaciones vecinas, se sabe que después de que termine el eco del grave suceso, volverá el mismo asedio al que hoy están sometidos por acción de los violentos.

Los que se disputan los corredores geográficos para mover la droga hacia el Pacífico, los que transitan con la base de coca por los ríos San Juan y Pacual. Los reciclajes de las disidencias de las Farc y el Eln, mezclados con rezagos y herencias de combas y rastrojos. El narcotráfico que tiene en duda la paz en los territorios, como repetía Libardo Montenegro en su programa Café al día, de dos a cuatro de tarde en la emisora local Samaniego Stereo, antes de que lo mataran el 11 de junio de 2019.

Ese día, cuando parqueaba el carro frente a su casa, un sicario motorizado le quitó la vida con un arma de fuego. Llevaba veinte años en su oficio empírico de locutor y periodista. Lo había heredado de su abuelo que fue pionero en una emisora comunitaria, tiempo después de la constituyente de 1991, cuando la situación en Samaniego, como ahora, era de apremio permanente por el orden público. De eso hablaba Libardo Montenegro en sus pláticas.

La dura situación de muchos municipios de Nariño como el suyo, localizados entre la proximidad del mar y las montañas, pero cruzados por una historia de indefensión y de sistemática violación de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. La guerra que hace 35 años motivó al comité estudiantil del Colegio Simón Bolívar de Samaniego a liderar el primer movimiento cívico y campesino que le dijo no a la confrontación armada en su territorio.

Una resistencia civil que tuvo eco y que dejó en Samaniego un legado de carácter. Pero la guerra no se detuvo y la región siguió sumando a la memoria muchos hechos tristes. Como el sacrificio de la religiosa suiza Hildegard María Fieldman, que llegó a Colombia en 1983 para desarrollar su trabajo pastoral en el Vicariato Apostólico de Tumaco, y que luego de siete años de consagrada labor con la Sociedad Misionera de Belén en Bocas de Satinga, encontró la muerte de forma violenta.

En la región de El Sande, de Guachavés o Santa Cruz, apenas distanciada de Samaniego por el río Cristal, donde sus últimos momentos fueron para cuidar a una anciana que estaba enferma. Hasta el mediodía del 9 de septiembre de 1990, cuando tropas de la Tercera Brigada del Ejército que perseguían a guerrilleros, atacaron la casa donde se encontraba la religiosa. En su parte oficial, el Ejército dijo que cumplía labores de enfermería en el lugar donde había sido sorprendido un grupo armado.

Con el paso del tiempo se entendió que la muerte de la hermana Hildegard Fieldman, como lo resaltó el Vicario Apostólico de Tumaco, fue la de una víctima más de la violencia que, a pesar de la elección popular de alcaldes o la constituyente, ensombrecía los esfuerzos de los territorios por defender su opción de paz. Un panorama de incertidumbre que se agravó en la década de los 90, pero que también encontró a un municipio dispuesto a no dejarse intimidar por los guerrilleros o los paramilitares.

En el proceso electoral de 1997, el Eln secuestró al candidato de Samaniego, Manuel Cuéllar, y lo forzó a desistir de su aspiración a gobernar. La respuesta de la comunidad fue exigir al líder que retomara su causa y salió elegido. No solo gobernó, sino que atendió el mandato complementario de su gente: Samaniego volvió a ser declarado territorio de paz y laboratorio social de resistencia civil. De nuevo, se puso de pie ante el recrudecimiento de la guerra para defender su neutralidad.

Pero la guerra no paró y, por el contrario, vio el amanecer de un nuevo siglo ensañada en Nariño, donde las Farc y el Eln, o el Bloque Libertadores del Sur de las Autodefensas, dejaron memoria de un creciente desprecio por la vida, tan grande como el incremento del nuevo combustible del horror: el narcotráfico. En medio de este laberinto de fuegos amigos o cruzados, se alzaron voces valientes, como la de la religiosa Yolanda Cerón desde la Pastoral Social en Tumaco.

Nacida en Berruecos (Nariño), desde que ingresó a la Compañía de Nuestra Señora empezó a trabajar con las comunidades afro del departamento. Por eso, fue testigo de excepción de su indefensión ante la guerra y la arbitrariedad. Muchas familias obtuvieron títulos de tierras gracias a su gestión. Pero esa labor social y sus denuncias de connivencia de la fuerza pública con algunos asesinatos, le costaron la vida. Fue asesinada por el paramilitarismo el 19 de septiembre de 2001.

Después llegaron los tiempos de Justicia y Paz y el accidentado proceso de sometimiento del paramilitarismo en la era Uribe Vélez, que se encargaron de ratificar lo que todo Nariño supo desde el principio: que la orden de asesinar a Yolanda Cerón salió de las autodefensas que, de la mano de Guillermo Pérez Alzate, alias “Pablo Sevillano”, convirtió la región en una autopista abierta para el narcotráfico. En paralelo, combas o rastrojos llegaron a repartirse las ganancias con todos.

De nuevo Nariño en llamas, y desde Samaniego su habitual vocación de paz, alzada como bandera de coraje. Desde el liderazgo del alcalde Harold Montufar, entre 2004 y 2007, se consolidó un Pacto Local de Paz que recobró las coordenadas de su gente para no rendirse: la neutralidad, la autonomía regional, el respeto a la vida y el apoyo a las soluciones políticas para dejar atrás la guerra. Fueron tiempos de dura confrontación, pero también de resistencia social y vocación de paz.

En 2016, tras la firma del proceso de paz entre el gobierno Santos y las Farc en La Habana, Nariño entró en un compás de espera que el narcotráfico ha aprovechado para ganar espacio. El Estado avanza en cámara lenta o sujeto a la presencia de fuerza pública como componente esencial, mientras las disidencias de las Farc, el Eln, o los narcos organizados siguen ganando terreno. Entre tanto, en la región de Samaniego, desde 2017 las tasas de homicidio continúan en vertiginoso ascenso.

Primero mataron al profesor Orlando Caicedo. Después fue la maestra Yaneth Adriana Ruano. El 20 de mayo de 2019, a tres cuadras de las instalaciones de la Policía, fue asesinada la personera Paula Rosero, de 47 años. Se dijo que denunciaba malos manejos en el hospital Lorencita Villegas, pero también que tenía claro que alguien debía advertir a la sociedad que el Eln, el frente Oliver Sinisterra o las distintas bandas del narcotráfico quieren imponer su imperio.

De esos asuntos hablaba en privado el periodista y locutor Libardo Montenegro, y en su Café al Día o en La Rocola, dejaba asomar sus críticas a quienes habían llegado a oscurecerlo todo con el negocio de la droga. También lo mataron el 11 de junio de 2019 y su muerte pasó inadvertida. Escasamente la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip), documentó el hecho y sumó una advertencia más sobre Samaniego. De la misma índole de las exteriorizadas por la Defensoría del Pueblo.

Ahora fueron ocho muchachos, excompañeros de colegio, entre los 17 y los 25 años, cuya falta fue acudir a una fiesta en cuarentena. Óscar Andrés Obando, Laura Michel, Campo Elías Benavides, Daniel Vargas, Byron Patiño, Rubén Darío Ibarra, Juan Sebastián Quintero y Brayan Alexis Guarán, son sus nombres. Hijos o amigos de Samaniego, cuya población sabe que ahora habrá presencia militar y que se prometerán las investigaciones exhaustivas, pero ya conoce su ruta.

Samaniego, territorio de paz y de soluciones desde la civilidad y el diálogo, replicadas a una región y a un departamento que ya se merecen emprender un nuevo destino. No el gravoso registro como el municipio con más alta tasa de homicidios del país, como aparece en los últimos meses, sino el de una comunidad unida que se niega a que sus montañas, quebradas o calles sean el escondrijo de los asesinos sueltos. De los que mataron a ocho jóvenes, ajenos a su barbarie y a su negocio.

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