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A mí esta pandemia me dejó muchas lecciones. Una de ellas fue recordarme lo que el físico estadounidense Richard Feynman resumió con elegancia en una frase: “Nunca confundas educación con inteligencia, puedes tener un doctorado y seguir siendo un idiota”.
Cuando me enteré de que un nuevo virus respiratorio estaba circulando en China sabía que mi deber como periodista era buscar a las personas mejor entrenadas en diferentes campos de la medicina para que les explicaran a los lectores de qué se trataba todo esto. Semana tras semana, junto con mis colegas de la sección de ciencia y salud en El Espectador nos dimos a la tarea de seleccionar con cuidado a quién le preguntamos qué. En esa búsqueda conocimos científicos y científicas valiosísimos en diferentes áreas: epidemiología, salud pública, virología, infectología, farmacología, genética, entre otras. La mayoría siempre fueron muy generosos con su conocimiento y su tiempo.
Cuando compartía esas notas en mi cuenta de Twitter, cada cierto tiempo aparecían personas que lanzaban preguntas agudas o controvertían con inteligencia algún detalle. A veces hasta el artículo completo. Es cierto también que al mismo tiempo asomaban la cabeza otras que padecían el efecto Dunning-Kruger, que en psicología social es definido como un sesgo cognitivo en virtud del cual los individuos incompetentes tienden a sobreestimar su habilidad. Aparecieron de la nada decenas o centenas de “epidemiólogos de garaje” con cifras chimbas, con conceptos trastocados, con mucha soberbia para discutir. Incluso algunos vinculados a prestigiosas universidades o instituciones oficiales.
Camilo Solano perteneció desde el principio al primer grupo. Preguntaba. Compartía información bien seleccionada. Argumentaba y contraargumentaba con inteligencia evitando sofismas y falacias. Lo que más me asombró al revisar su cuenta de Twitter fue descubrir que era músico. Su pseudónimo en la red es @Akustronique. Es el mismo nombre con que bautizó un ciclo que compuso para la maestría de música que terminó en la U. de los Andes en 2018, luego de graduarse en la U. del Atlántico en 2015. El pseudónimo tiene que ver con cómo están organizadas las fuentes en ese ciclo: primero fuentes acústicas con diversos tratamientos y progresivamente se van mezclando con fuentes sintetizadas. “También tiene que ver con mi aprendizaje en la composición: primero hice música instrumental y luego me metí con la electroacústica”, me contó.
Camilo era profesor de cátedra en la U. de los Andes, pero no le renovaron el contrato a finales de 2019. El panorama laboral en pocas semanas se tornaría aún más oscuro. La cuarentena primero y luego la recesión económica barrieron con miles de empleos y prácticamente se esfumaron las posibilidades para él este año. Así que junto a su esposa y dos hijos, de 4 y 2 años, empacaron maletas y fueron a vivir a Barranquilla para reducir los gastos familiares.
El tiempo libre comenzó a invertirlo en leer y leer sobre el coronavirus. Fue captando las lógicas de los epidemiólogos, los datos en los que se fijaban, entendiendo conceptos como el número reproductivo básico o la tasa de ataque. Entendió que existía un alto subregistro. Que era importante analizar el exceso de muerte. Se interesó por los patrones estacionales y puso mucho empeño en discriminar la calidad de los estudios. De hecho, fue aprendiendo a manejar Excel y creó su propia base de datos con información oficial y elaboró gráficas que compartía y discutía en Twitter. “De los que más aprendí fue de Julián Fernández Niño y de Zulma Cucunubá (ambos epidemiólogos) y aunque también los he criticado me aportaron mucho”, dice. También de otros colegas tuiteros: @maestro_rayo (un personaje con identidad oculta), @FGarridoB (médico), @waszutun (trabaja en estadística) y @claudiavaca5 (farmacóloga).
No faltó el arrogante que trató de desvirtuar sus argumentos exigiendo los pergaminos de epidemiólogo y descalificándolo por ser “músico”. Camilo tiene una respuesta sencilla y clara: “La música también tiene mucha matemática. En la parte teórica está la armonía y morfología. Se trata de encontrar patrones sobre el tiempo, solo que esos patrones son sonidos, pero a veces se pueden traducir en números”.
Su batalla más intensa a lo largo de estos meses, casi una cruzada, ha sido la “rebelión del menor”, una iniciativa civil que, a través de recursos jurídicos, busca exigirle al Estado estimar y evitar los daños que las políticas de control de la pandemia han causado a la población menor de 18 años. Día tras día ha intentado llamar la atención sobre el error que se cometió al suspender la educación de millones de niños en todo Colombia. Puede ser que al principio de la pandemia pareciera lo correcto. Se sabía poco sobre las vías de transmisión del SARS-Cov-2, sobre la afectación en diferentes poblaciones. Pero a medida que se fue entendiendo mejor la pandemia, también se hizo evidente que suspender la educación de toda una generación por casi un año tenía un precio demasiado alto.
“Lo que más me sorprende desde el punto de vista moral es por qué sometimos a los pelaos a esto y nadie dice nada. Creo que hay resistencia a asumir la responsabilidad de esas decisiones y declarar un error, a aceptar que se tomaron malas decisiones. Nadie lo quiere asumir ni política ni científicamente”, explica. Su madre, Esperanza Cobos, siempre le enseñó a luchar por los derechos propios y de los demás.
Cuando le conté que escribiría esta nota y antes de colgar el teléfono Camilo me dijo algo que me quedó resonando y no podía quedar por fuera de este texto, que es un homenaje a él, pero también a todos los que se tomaron en serio y con rigor entender qué nos pasó este año: “Es un deber ciudadano hacer esto, pelear ese espacio entre la ciudadanía y las comunidades académicas, charlar entre pares con otras personas, aunque no sea el mismo título o nivel de educación. Todos deberíamos ser pares en la curiosidad y el conocimiento”. Y una última cosa: “Esa curiosidad nunca debe estar mediada por ninguna condición social”.