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La película Joker es un éxito de taquilla y su protagonista es mencionado como posible candidato al Óscar. Sin embargo, este éxito ha estado acompañado de polémicas discusiones que fluctúan desde la idolatría absoluta al más abyecto desprecio. Ha tocado una fibra sensible de la sociedad respecto a dos temas difíciles de procesar: la violencia y la salud mental.
La historia de la salud mental en el cine lamentablemente está ligada a un estereotipo desinformado de lo que padecen las personas en la vida real, ya sea por ignorancia de los guionistas o por la caricaturización de los cuadros con el fin de lograr mayor impacto dramático. Como docente de Psicopatología, muchas veces he intentado buscar ejemplos en el cine para utilizar como material de mis clases, pero termino descartando la mayoría porque distan mucho de ser educativos para ejemplificar aquellos cuadros sobre los cuales pretendo enseñar.
También es frecuente que en la pantalla se conjugue la banalización del padecimiento mental con otro estigma que se resiste a desaparecer: “Los locos son malos”. El crimen y lo aberrante parecen quedar dentro del terreno de la locura a pesar de que la mayoría de los actos violentos sean perpetrados por nosotros “los cuerdos”. Tal vez, creer que la maldad es una anomalía sea más tranquilizador que reconocer que su semilla es una infección latente en cada uno de nosotros, como menciona Primo Levi.
Pero retomando el caso de Joker, conviene analizar desde el punto de vista médico cuánto hay de realidad en el cuadro presentado. Arthur Fleck es un hombre que lleva adelante su vida plagada de sufrimiento: trabaja, cuida a su madre y tiene el sueño de ser comediante. Es presentado como una persona extraña que tiene dificultades para integrarse a la sociedad porque en gran medida esta lo rechaza y lo maltrata.
Tal vez la característica más llamativa sean unos ataques disruptivos e incontrolables de risa que le traen no pocos problemas. Estos episodios pueden parecer irreales para los espectadores, pero no lo son necesariamente. Primero, repasemos una posible clasificación de las risas. La risa puede ser espontánea, simulada, estimulada (por cosquillas), inducida (por drogas psicoactivas) o patológica (secundaria a enfermedades). Claramente, en este caso nos referimos a los casos patológicos, ya que el protagonista deja saber a quién corresponda que es un problema médico fuera de su control gracias a una tarjeta plastificada que porta consigo a tal fin.
Los trastornos que pueden producir crisis incontrolables de risas (o llanto) pertenecen a la esfera de los cuadros psiquiátricos o neurológicos. Estos episodios son calificados como labilidad afectiva cuando el estado afectivo de la persona es congruente con el afecto expresado, pero sin la capacidad de regularlo. Las personas se vuelven hiperemotivas; no es algo ajeno a ellos, pero sí es expresado de forma desmedida. Una situación particular de risas inmotivadas es la que se da en pacientes con síntomas psicóticos, en los cuales el paciente puede reírse de forma descontextualizada para los observadores porque usualmente esa conducta está relacionada con fenómenos alucinatorios, como voces, que solo quien las padece puede percibir.
Cuando la risa o el llanto surgen de forma disruptiva como una mueca vacía de contenido emocional a modo de un programa motor que se ejecuta sin ser el reflejo de la vivencia interna de la persona es lo que denominamos afecto patológico. Este tipo de situaciones suelen verse en quienes tienen algún tipo de daño cerebral como, por ejemplo, las personas que sufren de accidentes cerebrovasculares o enfermedades neurodegenerativas y se las denomina síndrome pseudobulbar. Dentro del espectro de cuadros neurológicos implicados, uno muy particular es el de la epilepsia, que puede acompañarse de crisis cuya manifestación principal es tanto la risa (gelásticas) como el llanto (dacrísticas). En todos estos casos las personas suelen vivir estos episodios como algo ajeno a su voluntad.
Retornando a la película, la sensación que uno tiene como profesional es que intentaron utilizar elementos reales para formar un collage que puede ser eficaz desde una perspectiva artística, pero tal vez resulte un poco extraña desde lo médico. Es, por lo tanto, difícil realizar un diagnóstico del supuesto caso, aunque eso tampoco es algo tan infrecuente en el consultorio. Está claro que nadie que haya pagado su entrada para ver “Joker” tenía la pretensión de aprender algo de psiquiatría, por lo que la cuestión que motiva esta nota es otra.
El eje del argumento de la película parece ser el camino recorrido para la gestación de un psicópata capaz de convertirse en uno de los criminales más emblemáticos de la saga de Batman. La realidad es que, desde la salud mental, aquellas personas que cumplen los criterios para un trastorno antisocial de la personalidad muestran un patrón estable de conductas manifiestas de desprecio y violación de los derechos de los demás al menos desde la adolescencia. Esto no es lo que ocurre con nuestro personaje. Cabe aclarar que los criminales que cometen reiteradamente homicidios de forma independiente y sin propósito aparente son un subgrupo pequeño que fue ficcionado de forma más creíble por la serie “Mindhunter”.
Por su impacto cultural, el cine, la televisión y las redes sociales tienen responsabilidad sobre lo que generan. Un ejemplo claro es la presentación del suicidio y el posible efecto de réplica principalmente en los más jóvenes. Organismos como Unicef han redactado guías para periodistas a fin de morigerar el impacto al difundir noticias relacionadas, pero algunos trabajos recientes han sembrado la sospecha respecto al efecto de series como 13 Reasons Why, ya que hay una posible asociación entre su emisión y un aumento de los casos de intentos de suicidio en Estados Unidos.
Un impacto más insidioso y difícil de demostrar es el relacionado con el estigma hacia las personas con trastornos psiquiátricos o hacia el tratamiento psiquiátrico. Algunos de los mensajes más o menos sutiles que pueden encontrarse son “el tratamiento es una tortura”, “con voluntad se puede salir adelante”, “las enfermedades mentales son un invento”, “el problema es que los padres no lo criaron bien”, “los medicamentos no sirven” y una enorme lista que deslegitima el padecimiento de los pacientes o, peor aun, se los responsabiliza del mismo.
Esto nos lleva nuevamente al origen del mal. Suele caracterizarse a ciertas acciones considerada socialmente reprobables como “locas”, pero la historia nos muestra que los actos más atroces han sido llevados a cabo por grupos de personas “normales” encolumnadas detrás de una premisa o dogma que deshumaniza a quienes no forman parte del grupo. Desde adentro consideramos adecuado o incluso virtuoso aquello que desde afuera sería considerado siniestro. El grupo valida nuestro accionar porque, cual sesgo cognitivo, las reglas están siempre de nuestro lado. Pero cuando las acciones son cometidas por minorías o más aun por individuos que parecen actuar en solitario rechazamos esas conductas como esperables y, rápidamente, las rotulamos como extrañas.
Un ejemplo de esta tendencia puede encontrarse en los comentarios en los medios de los reiterados casos de tiroteos imprevistos en lugares públicos de EE. UU. Una investigación del FBI sobre los casos registrados entre el 2000 y 2013 no encontró que estos se correlacionen de forma significativa con cuadros de enfermedad mental. Pese a ello, el gobierno ha planteado la posibilidad de llevar adelante un proyecto denominado SAFE HOME (Stopping Aberrant Fatal Events by Helping Overcome Mental Extremes), que buscaría detectar anomalías conductuales mediante dispositivos electrónicos que alerten sobre un riesgo potencial. Dicha tarea estaría a cargo de una nueva agencia llamada Health Advanced Research Projects Agency (Harpa), pero por el momento la idea ha generado rechazo tanto por la escasa evidencia científica como por los conflictos éticos en juego.
Tal vez la fibra sensible que toca la película es plantear la fragilidad de las reglas de convivencia sobre las que se construye la sociedad. La ruptura del protagonista puede ser tomada como el recordatorio de que cualquiera en cualquier momento puede tener su “día de furia”. Puede ser que el verdadero problema con Joker no sea que trata sobre la locura sino que es nuestro retrato de Dorian Gray.
*Médico psiquiatra.