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Parece una obviedad, pero hay que recordar que no siempre las mujeres han creído que “están gordas” o que tienen los senos demasiado pequeños, o las nalgas demasiado abultadas. De hecho, fue en 1984 que la ciencia decidió preguntarse al respecto. Ese año, en Nebraska, un trío de mujeres, –Judith Rodin, Lisa Silberstein y Ruth Striegel-Moore– fue el primero en sugerir que la insatisfacción con el propio cuerpo que manifestaban las mujeres occidentales no es natural, sino más bien una epidemia cultural.
¿A qué podía atribuirse ese fenómeno?, se preguntaba el artículo. Ya antes, sobre todo desde el activismo, se habían dado las primeras puntadas para responder a esa pregunta. Cinco años antes, en 1979, la feminista Jean Kilbourn había publicado un documental que, bajo el nombre Killing us softly (Matándonos suavemente), reflexionó sobre los mensajes sexistas de la publicidad. En el 76 ya algunos estudiosos habían dicho que mujeres con un peso normal se percibían como “gordas”. Pero el artículo de Rodin, Silberstein y Striegel fue la primera de una miríada de investigaciones que apuntaron el dedo a una institución concreta: la publicidad.
Desangrarse gota a gota
Hace un par de semanas, en Cali, una valla publicitaria de un cirujano plástico, desató una intensa polémica. En ella se veía a dos mujeres. Una, sostenía dos limones a la altura de sus senos. Su rostro mostraba tristeza. La otra sonreía mientras tenía entre sus manos un par de melones. “Si la vida te da limones, llámanos”, remataba el mensaje del anuncio.
Es evidente que una valla que insinúe que unos pechos pequeños son motivo de tristeza, no va a hacer que automáticamente todas las mujeres de pechos pequeños vayan corriendo a meterse dos implantes de silicona. Pero si además de la valla se enfrentan a otra sobre un crema antiarrugas, a un comercial televisivo sobre cómo tener el pelo más brillante, a una cuña radial sobre un sospechoso producto para perder grasa y a un estante lleno de revistas que les insisten en mantener su peso bajo, aún en épocas de buñuelo y natilla, las mujeres, muestra la ciencia, van internalizando un mensaje bastante “oscuro” sobre sí mismas. Construyen, sin saberlo, la idea de que hay algo mal con ellas porque su cuerpo no es perfecto.
En 2002, las investigadoras Lisa Groesz, Michael Levine, y Sara Murnen analizaron la información de 25 estudios en los que se exploró la autopercepción corporal de las personas después de exponerlas a publicidad con modelos que representaban ciertos ideales de belleza. Llegaron a la conclusión de que en el 86 % de esas investigaciones, “la imagen corporal de las mujeres era significativamente más negativa después de ver imágenes de modelos delgadas”.
Lo grave, como explica Jean Kilbourn en su charla TED, es que “la influencia de la publicidad es rápida, acumulativa y, la mayoría de veces, inconsciente”. Por eso, investigaciones como la realizada por Amanda Zimmerman en 2008 demuestran que mi siquiera las mujeres con altos niveles educativos se salvan de este efecto psicológico. Y que, comparadas con las mujeres de 1991, las jóvenes de hoy tienen mucho más internalizados los mensajes tóxicos de la publicidad respecto a sus cuerpos.
Renee Engeln, quien escribió todo un libro sobre el tema, señala que el principal problema de este tipo de publicidad es que engaña a nuestros cerebros: nos hace creer que una belleza extraordinaria –como a la que las mujeres se ven expuestas todos los días de su vida– se aparece de forma normal de la naturaleza, cuando en realidad, nuestro cerebro la valora tanto porque, en términos evolutivos, es rara.
“La consecuencia de esta sobreexposición a estas imágenes es que nuestros cerebros empiezan a creer que la belleza es una cosa muy común. Esto hace que una enorme porción de la población crea que hay algo inherentemente mal en ellos, cuando en realidad, no hay absolutamente nada malo con sus cuerpos”, dice.
La consecuencia: una epidemia cultural de insatisfacción corporal. Engeln lo llama “enfermedad de la belleza”. Si bien el deseo de ser hermoso y de ser deseable es algo que no puede apagarse en el cerebro, el problema empieza cuando ser bella se convierte en el centro de la vida de mujeres y jóvenes. Y muchas veces, esa autopercepción negativa solo necesita un pequeño empujón para transformarse en una dismorfia corporal, la puerta de entrada a enfermedades mentales graves, como la anorexia o la bulimia.
Pero, si nuestros cerebros están programados para anhelar ser deseados, ¿cómo escaparse de esta lógica perversa? Renee Engeln propone mirar al propio cuerpo “no como una colección de partes para ser admiradas, sino como un todo, como la única herramienta para explorar el mundo”. No importa si viene con limones o melones.