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En un apartado de En defensa de la ilustración, uno de los best sellers de Steven Pinker, popular profesor de Harvard, hay un capítulo dedicado a la salud. En él replica un cuadro con los nombres de los científicos que más han salvado vidas en la historia de la humanidad. La mayoría tienen que ver con el desarrollo de vacunas. Maurice Hilleman, responsable de ocho, entre ellas las de las paperas, la meningitis y la varicela, ha salvado unos 129 millones de vidas. El célebre John Enders, 120 millones gracias a su vacuna contra el sarampión. A William Foege, líder de la estrategia de la erradicación de la viruela, le atribuye 131 millones. Otros 74 millones a quienes inventaron las del tétanos, la difteria y la tos ferina.
Es difícil encontrar a alguien del mundo científico que no esté de acuerdo en que las vacunas han sido uno de los inventos más importantes en la historia de la medicina. Crear una nueva, decía a The New York Times hace una semanas Dan Barouch, profesor de Harvard y director del Centro de Investigación de Virología y Vacunas del Centro Médico Beth Israel Deaconess, tiene tanto de ciencia como de arte. Es, probablemente, una de las cosas más difíciles que los seres humanos intentan hacer, complementaba George Yancopoulos, presidente y fundador de Regeneron Pharmaceuticals, compañía de biotecnología estadounidense. Quienes se embarcan en esa tarea pueden tardar una o dos décadas (si tienen éxito).
Por eso, Siddhartha Mukherjee, profesor de la Universidad de Columbia y popular divulgador médico, había calificado la búsqueda de una vacuna contra el COVID-19 como la “empresa científica más importante en generaciones”. Fabricar una de estas medicinas en 12 o 18 meses, como han prometido desde presidentes hasta funcionarios de la Organización Mundial de la Salud (OMS), sería, a sus ojos, algo sin precedentes.
La esperanza de hallar esa medicina parece haber crecido en las últimas dos semanas. Entre los más de 140 proyectos que están tras la vacuna, tres se han robado el protagonismo: el de la U. de Oxford y la farmacéutica AstraZeneca, el de la compañía de biotecnología Moderna con el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de EE. UU. y el de Cansino Biologics Inc., empresa con sede en Yiajin (China). La publicación de los resultados de las primeras pruebas en fases I y II (en humanos) desató una ola de optimismo.
Parecía difícil no sumarse a ese sentimiento. Las noticias prometían que estos nuevos fármacos habían sido efectivos en quienes los recibieron. También se arriesgaban a hacer vaticinios: “Las vacunas estarán listas en diciembre”, tituló un conocido medio colombiano. “China dice que la vacuna estará lista a fin de año”, resaltó otro. Pero las promesas en realidad aún necesitan recorrer un largo y complejo camino antes de convertirse en la “empresa más importante” de nuestra era.
Penny Heaton, del Instituto de Investigación Médica Bill y Melinda Gates, resumió sus inquietudes en una editorial del The New England Journal of Medicine: “Los datos de seguridad e inmunogenicidad en este informe preliminar son prometedores (...), pero debemos tener en cuenta la complejidad del desarrollo de la vacuna y del trabajo que queda por hacer”.
“Es mejor mantener el escepticismo. Aún falta un proceso elemental”, dice Jaime Castellanos, director del Instituto de Virología de la Universidad El Bosque.
Un paso elemental
Si hay algo que le parece realmente esperanzador al infectólogo Carlos Álvarez, coordinador en Colombia de los estudios de COVID-19 de la OMS, es la velocidad con que se han sobrepasado los primeros pasos para desarrollar una vacuna contra el coronavirus. El desarrollo, la fabricación y las pruebas preclínicas, donde se administra la nueva sustancia a animales, suele tardar de tres a ocho años, pero en esta ocasión solo transcurrieron un par de meses. Tener certeza sobre la seguridad, permite pasar a los ensayos en seres humanos: las famosas fases I, II y III. El número de pacientes se incrementa gradualmente a medida que se comprueba la severidad de los efectos secundarios y si ese medicamento es eficaz. De menos de cien participantes se pasa a un centenar y luego a 10.000, 20.000 o 30.000. La siguiente gráfica lo explica mejor:
En este momento los proyectos más avanzados, como el de la U. de Oxford y AstraZeneca, acaban de empezar la fase III y se espera que en los próximos días inicien esas pruebas tanto Moderna como CanSino Biologics. Otras tres compañías chinas también están en el mismo punto de esa carrera (para ver la lista detallada vaya al final del texto).
Álvarez tiene una buena analogía para explicar por qué hay que tomarse esta competencia con calma: “Es como ser estudiante de medicina e ir en tercer año. Aún no es médico, pero guarda el optimismo”. En otras palabras, explica, no podemos sacar conclusiones en la fase II, porque en la III se demostrará si realmente cumple con los dos propósitos esenciales que debe cumplir todo medicamento: si es seguro y si tiene una eficacia real. Las vacunas, además, deben alcanzar un estándar mucho más alto, pues se fabrican para dárselas a personas sanas.
En la historia de la farmacología hay muchos ejemplos de grandes promesas que han tenido serios e inesperados problemas de seguridad luego de superar todas las fases. Uno de los últimos episodios lo padeció la multinacional Sanofi. Después de trabajar por casi veinte años en la vacuna contra el dengue, que había demostrado ser efectiva para prevenir un 60 % de los casos de cuatro tipos de esta enfermedad, sufrieron un revés. En 2017 en Filipinas, país que ya había pagado 58,3 millones de euros por las dosis, aparecieron efectos no previstos. Cuando la aplicaron a personas que no habían experimentado la infección, al contraerla por primera vez algunos sufrieron dengue de forma más severa.
Ese, cuenta Castellanos, es un buen ejemplo para entender por qué es mejor no apresurarse a sacar conclusiones. “Es muy distinto administrar una vacuna a 200 personas. Si las reacciones adversas son menores al 1 % es difícil observarlas; pero si tengo una población más grande, es mucho más probable detectarlas”. Como le decía a The New York Times Margaret Hamburgo, comisionada de la FDA de EE. UU. entre 2009 y 2015, a veces quienes buscan desarrollar una vacuna tienen una muy buena idea, pero luego se encuentran con muchos obstáculos. “El desarrollo puede ser costoso y el éxito incierto”.
Los prospectos de vacunas contra el COVID-19 han demostrado relativa seguridad. La de CanSino Biologics produjo efectos secundarios, como fiebre en el 9 % de los voluntarios al ser una dosis alta. Una más baja redujo ese porcentaje al 1 %. Los voluntarios de la vacuna de la U. de Oxford detectaron dolor en el lugar de la inyección, fatiga, dolor de cabeza, dolores musculares, escalofríos y sensación de fiebre, pero estos síntomas se redujeron cuando les suministraron acetaminofén. Dolores de cabeza, escalofríos o fatiga también fueron algunos de los efectos presentados por quienes hacían parte del ensayo de Moderna. Estos efectos deben ser analizados con más calma y a la luz de la estadística, pero haría falta otro artículo para hacerlo.
En lo que coincidían estos proyectos era en demostrar que los pacientes habían estimulado la producción de anticuerpos y las llamadas células T, importantes para adquirir inmunidad de larga duración. En últimas eso es lo que busca una vacuna: estimular a nuestro sistema inmunitario para que desarrolle anticuerpos y resista así una enfermedad cuando se presente. Pero esto solo se podrá comprobar, apuntaba Heaton en The New England Journal of Medicine, cuando haya un gran estudio con miles de sujetos y exista evidencia estadísticamente sólida de que la vacuna previene el COVID-19. Para que funcione, cuenta Castellanos, esa eficacia debe ser mayor al 50 %. Ninguna de las vacunas existentes alcanza el 100 %; algunas se aproximan. La del sarampión, por ejemplo, es del 97 %; la de la viruela, del 85 %.
Provocar una respuesta inmune es, sin embargo, una meta en la que entran en juego varios factores. Uno de los principales es que la ciencia se enfrenta a una enfermedad nueva que ha ido conociendo sobre la marcha y aún no hay claridad de cuál es la naturaleza de esa respuesta inmunitaria. “No conocemos las reglas de lo que puede ser más importante para la inmunidad protectora. Es posible que haya más de una forma de protegerse contra ese virus”, le dijo a la revista Nature Shane Crotty, inmunólogo de vacunas del Instituto de Inmunología de La Jolla, en California. Hasta el momento, advertía, tenemos es una corazonada. Como explica Castellanos, de la U. El Bosque, eso dificulta mucho entender cómo se va a comportar una vacuna.
Hay, además, otras preguntas aún no han sido resueltas y solo se podrán empezar a responder en esta fase III. ¿Funcionará igual para personas de diferentes edades? ¿Los hombres responderán a ella igual que las mujeres? ¿Por cuánto tiempo podrá proteger a una persona? ¿Seis meses, un año, toda la vida? Para contestarlas los investigadores necesitan un ingrediente clave: una alta tasa de infección de COVID-19 entre los pacientes que les permita ver las diferencias entre los que recibieron la vacuna y los que no.
Otro interrogante es crucial: ¿será necesaria una dosis, dos o tres? Si fuese una, que es lo que todos esperan, el mundo necesitaría 7.800 millones de dosis para vacunar a toda la población mundial, una empresa imposible de cumplir en poco tiempo, más aún cuando los primeros lugares en lista de distribución ya han sido ocupados por Estados Unidos y otros países desarrollados. Como indicaba Hamburgo, cuando haya una vacuna no solo bastará con que funcione, sino que se pueda fabricar en volúmenes muy grandes. Y en ese punto, algunas compañías, por los métodos “tradicionales” que eligieron, parecen tener ventajas. Moderna, que se centró en una vacuna genética (usa los genes del coronavirus para provocar una respuesta inmune), no hace parte de ese grupo. Nunca ningún país ha aprobado una vacuna desarrollada de esa manera. (En este artículo explicamos con más detalle los desafíos que tendrán países como Colombia para acceder a la vacuna en un complejo sistema farmacéutico global)
Lo cierto es que el COVID-19 ha puesto a todos estos institutos y compañías en una carrera en la que, apuntaba esta semana en Wired Hilda Bastian, miembro del grupo asesor en investigación humana de PLOS ONE, no hay que perder la noción de todos los factores que están en juego. En su texto también daba otro consejo a quienes se asombran cada vez que se publica un comunicado de prensa sobre vacunas y corren a replicarlo: no hay que deslumbrarse con las relaciones públicas de todos estos grupos.