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Adiós, Alba Lucía

Julio César Londoño
03 de enero de 2009 - 12:12 a. m.
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EN NOVIEMBRE FALLECIÓ ALBA LUcía Ruiz, la primera top model que tuvimos. Después de ella muchas colombianas han hecho buena pasarela pero ninguna, si exceptuamos a Adriana Arboleda, ha vuelto a plantarse delante de una cámara como Alba Lucía. No lo digo yo, lo dice Hernán Díaz, quien la retrató hasta el cansancio; lo decía Enrique Grau, quien soñaba ser como ella, y lo repetía Alejandro Obregón, que la pintó dormida.

Alba Lucía dominó la escena durante los años 60. Su figura copaba las vallas y las portadas de las revistas y vendía como por ensalmo todo lo que anunciaba. Era una flaca alta y curvilínea, le decían la Twiggy colombiana. En realidad era un milagro de la naturaleza, el mejor poema de la materia. Tenía facciones nítidas, bien marcados los pómulos y las líneas del maxilar, piel blanca, cabellos castaños y unos ojos de metáfora imposible que le daban un delicioso aire de bandida del alto mundo.

A los veinticinco años abandonó el modelaje y Rogelio Salmona le construyó La Casa Alba (67-68) en medio de una arboleda del norte de Bogotá (el arquitecto Benjamín Barney Caldas me informa que ella nunca la habitó y que fue demolida en los noventa para darle paso a unos edificios). Ya era multimillonaria, producto de su profesión y de la fortuna de un industrial judío al que desplumó con aplicación. Se volvió empresaria de toros y trajo a la Santamaría al El Cordobés, Paco Camino, Paquirri y Palomo Linares, entre otros fulanos.

El general Torrijos se la presentó a Gabo, de quien fue amante hasta que lo dejó por tacaño. La gota que rebosó la taza ocurrió una noche en la Quinta Avenida. Ella se detuvo a curiosear las deslumbrantes vidrieras de Tiffany & Co. Mira qué preciosa diadema, le dijo, pero él no contestó. Cuando volteó a buscarlo, el hombre estaba a diez metros, en el borde del andén, buscando estrellas en un cielo azul Manhattan. Alba Lucía no soportaba tipos así.

Luego le dio por los cantantes y contrató a Camilo Sesto, a Raphael, a Serrat. Por su apartamento de Bogotá pasaba el meridiano intelectual del país. Sus fiestas eran históricas y tenía una de las mejores colecciones privadas de arte del país (“Darío Morales es el más aplicado, Luis Caballero es el último dibujante vigoroso y Botero es el más paisa”, decía).

Con Serrat tuvo un corto e intenso romance. Él canceló una presentación en Caracas para pasar un fin de semana en la casa de Alba Lucía en San Andrés. Luego canceló seis presentaciones más en Argentina, Brasil y Perú. Al final lo salvó un error de apreciación poética: una noche cenaron en la playa y escanciaron varios odres. Demasiados, quizá. Él cantó Elegía a Ramón Sijé, “a quien tanto quería”. “Con quien tanto quería”, le corrigió ella, que se sabía de memoria el poema de Miguel Hernández y no toleraba ningún cambio, en especial los torpes. Serrat le dijo que ella sabía, sobre todo, de toreros y de modas. Ella le restregó que él era sobre todo un intérprete. Entonces él la llamó “puta sudaca”, ella lo miró con compasión y se fue a dormir. Cuando se levantó, Serrat ya no estaba pero le había dejado en la grabadora una canción nuevecita: Vuela esta canción/ para ti, Lucía/ la más bella historia de amor/ que tuve y tendré…

Dicen que Lucía caminó días y noches por la playa con una grabadora sobre la cabeza que molía incansable su canción. Volví a verla hace poco en su casa de la Calle de la Raqueta, en Bogotá. Seguía bella, serena, esbelta y casi victoriosa sobre el tiempo. “Estoy perdida —se quejó— no he sido capaz de inventar un solo pecado nuevo”. No había vuelto a teñirse sus canas onduladas, que le sentaban muy bien, y era el centro de un círculo social inteligente, pequeño y divertido.   

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