Agua, día cero

Julio César Londoño
24 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.
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A consecuencia de la sequía que padece Sudáfrica, la peor en un siglo, Ciudad del Cabo, la segunda del país, será la primera urbe del mundo en cerrar de manera indefinida las válvulas de sus acueductos. El dramático suceso tendrá lugar el 12 de abril, “el día cero”.

La situación se recrudece cada día. En diciembre la “capacidad instalada” era de 87 litros por persona y por día. A partir del 1° de febrero se redujo a 50 litros. El 12 de abril se suspenderá el suministro domiciliario y se le dará a cada uno de sus 4,5 millones de habitantes 25 litros en puntos de abastecimiento públicos (una persona bebe en 50 días lo mismo que gasta en una sola ducha, 95 litros). Ayer, un noticiero de la ciudad abrió su emisión con una frase que nadie consideró hiperbólica, ni graciosa: el apocalipsis está aquí.

Los efectos de la sequía se agravaron porque solo la mitad de sus habitantes acató las medidas sugeridas por las autoridades, como la de bañarse dos veces por semana. Y porque Sudáfrica siempre ha dilapidado el agua. Consumía 250 litros diarios por persona cuando la media de los países desarrollados era de 170 litros (OMS).

Aunque se acepta que se trata de un fenómeno excepcional, la mayoría de los ambientalistas no descarta su relación con el calentamiento global. Para otros, es solo un fenómeno normal de periodo largo y frecuencia lenta: 1,1 sequías por siglo, y tildan a los primeros de “terroristas ambientales”. Pero Matt Ridley, el más tranquilo y optimista de los biólogos, considera prudente tomar en serio a los terroristas. “Así estén equivocados sus cálculos, es evidente que el ritmo del consumo puede estresar a la biosfera”.

En Colombia, casi un tercio de la población rural, 3’250.000 personas, el equivalente a una ciudad como Cali, no tiene servicio de acueducto. Entre 1995 y 2015, la cobertura pasó del 41 al 73 %, una cifra muy pobre para los estándares de la OCDE. Y para la riqueza hídrica del país. La principal responsable es una señora demasiado conocida, la corrupción. Las partidas para los acueductos de Quibdó y Casanare se han evaporado varias veces. Los ríos de La Guajira los absorbe El Cerrejón, la compañía que entendió que lavar el carbón y refrigerar sus “topos” es mucho más importante que la irrelevante sed de cientos de miles de guajiros. Mientras tanto, los debates del país político giran en torno a una coma de un inciso de la JEP, cuando nos ponemos trascendentes, o sobre la marca de los zapatos de Petro, en los ratos libres.

Al tiempo que malgastamos el agua, la consideramos un fluido vital, algo capaz de purificarnos mediante inmersiones en los ríos, abluciones en los monasterios o duchas en los apartamentos. Siempre ha sido un espectáculo que “no podemos mirar sin un asombro antiguo”, en el río que pasa y permanece, en la lluvia que cae y permanece, y en el mar, que oscila con un latido vasto y cósmico.

Puede tomar todas las formas: el agua es aire en la nube, fuego en el rayo, tierra en el hielo y agua en el agua.

Como no se deja hendir —o mejor dicho: como “cicatriza” de manera instantánea—, el agua no es un buen soporte para la escritura, como la cera, la arena o el papel. Sin embargo, algunos persisten; como los barcos, que saben hendirla y dejan su huella en forma de estela; y las piedras, que se las arreglan para trazar allí círculos perfectos; o el poeta John Keats, cuyo epitafio es la única frase que las mareas no han podido borrar: “Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito sobre el agua”.

Hay un precepto sufí que nos advierte: “Cuídala, fue tu primer juguete y será tu último alimento”.

 

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