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Ya quedan atrás los días santos, vuelve este martes “normal”. El tapabocas es normal, el pico y cédula, los periódicos confinamientos, las UCI siguen llenándose, la pandemia es pan nuestro y rutinario. Somos animales de costumbre y ya el alcohol, el jabón, el codazo fraternal es lo que hay y lo que habrá.
La tauromaquia resucita poco a poco. Regresan las temporadas con todos los protocolos. La vida sigue y seguimos con ella mientras podamos. Los toros de lidia son parte de ella.
Cierro los ojos y dejo divagar la mente. Me remonto a una ganadería de toros de lidia a 3.000 metros sobre el nivel del mar. La cordillera imponente es el telón de fondo. Saco los binóculos y enfoco un semental solitario, majestuoso, de unos 600 kilos, caminando lentamente por su reino, de vez en cuando oteando altivo el horizonte. Sus impresionantes pitones contrastan en la luz del atardecer.
Después dirijo la vista hacia un lote de diez machos, unos negro azabache, otros colorados retintos que llevan más de cuatro años pastando, a veces peleando por su territorio, deambulando por las colinas sin que nadie, absolutamente nadie, los moleste. Reyes de su entorno. Acariciados por el viento en las noches, reflejados en los estanques cuando la Luna brilla.
Las hembras siempre alerta y nerviosas. Las escogidas, pronto a dar a luz. Las más jóvenes pendientes de mostrar su casta y bravura antes de llegar al semental que las espera ansioso.
Paso a internet. Ingreso a las empresas avícolas, porcinas y vacunas. Miro espantada los videos. Cientos de cerditos recién nacidos, agarrados a mansalva para castrarlos de un tajo sin anestesia. Arrojados a un cuarto donde hacinados los adormecen con gases para colgarlos de unos ganchos y acuchillarlos hasta que se desangren en medio de chillidos infernales. Los adultos, encerrados en un espacio donde no se pueden mover y jamás verán la luz del sol ni el campo. Electrocutados antes de arrastrarlos a las cámaras de gas y ser colgados.
Ingreso en el proceso de pollos. Los ponen a ayunar durante ocho horas para que evacuen materias fecales. Los sujetan de las patas o el pescuezo, les dislocan los huesos y rompen los vasos femorales. Después los ahogan por calor o les producen infarto por bajas temperaturas. Los cuelgan de los ganchos, les ponen descargas eléctricas para provocarles un ataque epiléptico y que acaben de expulsar las heces. Les cortan la carótida y los tiran al agua hirviendo para despellejarlos. A los pollitos machos los arrojan vivos en una máquina de moler antes de que los despedace la trituradora.
A los vacunos los hacinan en un camión, luego los electrocutan hasta matarlos o los asesinan de un hachazo. Los cuelgan y los despedazan en medio de mugidos roncos y desesperados, los ojos desorbitados.
Millones de aves, cerdos, carneros y vacunos son sacrificados diariamente sin compasión, alimentados a base de hormonas, privados de su libertad, pateados, electrocutados, desollados vivos... convertidos en chuletas, hamburguesas, tocineta, bifés, mondongo, pechugas. La humanidad se los traga sin preguntar. Nunca vieron... no les importa.
El toro de lidia, después de cinco años de ser el rey, sale a una plaza donde un lidiador se enfrenta a su bravura y lo luce. Un espectáculo en que no existe ni la trampa ni la mentira. Es el rito milenario de la vida y la muerte. El hombre puede morir. El toro puede regresar a su dehesa. O morir peleando.
Los aficionados no somos asesinos. Los toreros tampoco. Acudimos a ver la lidia. La poesía, la magia de la muleta. Aplaudimos la casta, la nobleza, la bravura y el trapío de ese animal único. A mirar al lidiador.
Estamos hartos de que el toreo se haya convertido en maquinaria politiquera de aquellos que tragan carne, se chorrean con los muslos de pollo y engordan como chanchos devorando hamburguesas. Jamás preguntan.
Yo sí me pregunto: ¿por qué? ¿Son todos vegetarianos? ¿O una manada de farsantes? Me inclino por lo último. ¡Olé!