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Hace 40 años, los abogados en Colombia gozaban de gran prestigio social, como los médicos y los sacerdotes. Las facultades de derecho eran relativamente pocas y todas (públicas o privadas) tenían buena reputación. El abogado era visto como una persona culta, que sabía de muchas cosas, sobre todo de asuntos sociales, éticos y políticos; y como eran pocos y bien preparados, conformaban una especie de aristocracia jurídica que se protegía a sí misma con autorregulación ética y social.
Todo esto empezó a cambiar en la década de los 70, y sobre todo en los 90, con un crecimiento acelerado de las facultades de leyes, lo cual trajo consigo una democratización incontrolada del ingreso a la profesión, que a su turno desencadenó una pérdida sustancial de la calidad de los estudios de derecho y un menoscabo de la cultura jurídica y de la justicia.
En 2015 se graduaron unos 14.000 abogados. Entre tanto, para el mismo año se graduaron 3.947 ingenieros, 2.352 economistas, 525 zootecnistas y 504 sociólogos. Mientras en medicina o en ingenierías hay filtros que impiden el avance de los malos estudiantes, en derecho casi la totalidad de los que ingresan al sistema se gradúan. En México, que pasa lo mismo o peor, se dice son sorna que para licenciarse en derecho sólo se necesitan dos cosas: inscribirse y no morirse. Es una exageración, claro, pero refleja algo que ocurre allá y aquí: la falta casi total de selección. No solo eso, en Colombia se puede ser magistrado o litigante sin ningún requisito adicional al título de abogado. En otros países, para ser litigante hay que pasar exámenes exigentes cuya preparación dura varios años y que dejan en el camino a la mitad de los aspirantes. Y ni qué decir para ser magistrado.
Así pues, ha habido un proceso acelerado de democratización de la profesión jurídica. Hay cosas buenas en este cambio, sin duda, pero también hay cosas malas, como el ingreso de magistrados mediocres a las altas cortes, el deterioro de los mecanismos informales de autorregulación (ética y legal), el fortalecimiento del clientelismo como mecanismo de ascenso profesional y el exceso de demandas judiciales. Estos efectos causan graves problemas en toda la sociedad, pero son particularmente graves en la justicia. No estamos hablando de cualquier profesión, sino de aquella que forma a los jueces y a los litigantes, que son auxiliares de la justicia.
Todo esto me recuerda las siguientes palabras de Alexis de Tocqueville, escritas a principios del siglo XIX: “Recorro con la mirada esa inmensa muchedumbre compuesta de seres iguales, en la que nada se eleva ni se rebaja. El espectáculo de semejante universalidad hiela mi sangre y me entristece y casi estoy por echar de menos la sociedad desaparecida”. El avance de la democratización (contra la aristocracia), decía Tocqueville, es algo bueno e ineludible, pero si no se controla puede ser un remedio peor que la enfermedad. Los abogados quieren ser libres (no ser regulados) para poder ser iguales, diría Tocqueville, pero a medida que van consiguiendo esa igualdad, la libertad se les escapa de sus manos.
No estoy echando de menos el pasado aristocrático de la profesión jurídica. Pero sí estoy convencido de que hay que regular el presente para no terminar en un mundo peor que el que teníamos. No tenemos que estar abocados a escoger entre el elitismo de la aristocracia y la mediocridad de la igualación por lo bajo. Son dos males que debemos evitar. Sin embargo, pensando en como están las cosas hoy en la justicia, si tuviera que elegir entre ellos, creo que prefiero una aristocracia que funcione bien a una democracia que funcione mal.