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Lo peor de la violencia que afectó a Colombia en los últimos decenios fue que la urgencia y la exageración de este fenómeno nos distrajo de muchos otros temas. La dureza del conflicto no nos dejaba fijarnos en otros problemas y, por así decirlo, nos mantenía ocupados en lo urgente sin darnos el espacio para lo importante. Si hay grupos matando, secuestrando, desapareciendo, cortando con motosierra, rematando con tiros de gracia, nadie va a ponerse a pensar en la educación, en la salud o en el agua potable. No hay discusión ni noticia que pueda competir con una masacre.
Lo mejor de la paz firmada con las Farc no es el texto del acuerdo, ni las buenas intenciones, ni la Comisión de la Verdad o la Jurisdicción Especial para la Paz. Lo bueno de ese acuerdo es que al fin podemos concentrarnos en temas que no sean la lucha entre el Estado y la guerrilla o entre los paramilitares y el pueblo raso. Hoy hay muchos que todavía quieren que sigamos hablando solamente de ese tema, y ya que no hay combates ni soldados muertos, que al menos nos peleemos obsesivamente sobre los exguerrilleros senadores o los integrantes de tal comisión. Francamente creo que Colombia ya está harta del tema y que la gente al fin quiere ocuparse de otras cosas que no sean la guerra y la paz. Dejar la guerra atrás es no dejarnos distraer de nuevo de lo que sí vale la pena analizar y discutir.
Hace más de un año, mientras discutíamos apasionadamente sobre los acuerdos de paz, a los más distraídos con el tema se nos pasó por alto un asunto fundamental para la salud de las personas, y en especial la de los más numerosos, menos educados y menos favorecidos. Acabo de caer en la cuenta de esta distracción por un artículo que publicó esta semana el New York Times. Se trata de algo que parece inocuo, inofensivo e intrascendente: las gaseosas con azúcar, eso a lo que en Antioquia llamamos “frescos”, y cuyos nombres propios pueden ser Coca Cola, Pepsi, Colombiana o Manzana Postobón.
Sí, claro, yo sabía y recordaba vagamente que el gran ministro de Salud Alejandro Gaviria había luchado por aumentarles los impuestos y por desincentivar su consumo en toda la población, especialmente entre los jóvenes. Pero se me habían pasado por alto los congresistas y partidos que habían hundido olímpicamente una medida elemental, la tasa del 20 %, para mejorar la salud de la gran mayoría de los colombianos. Tampoco había registrado el nombre de una mujer valiente, la activista Esperanza Cerón, que desde una ONG, Educar Consumidores, se había empeñado en apoyar con campañas de educación masiva esta lucha contra el excesivo consumo de azúcar. No sabía de la feroz persecución contra ella del superintendente de Industria y Comercio. Y tampoco de la intimidación, en los límites de la amenaza mafiosa, ejercida por matones al servicio de los intereses de la industria de los refrescos.
La defensa impúdica, malsana y dañina de la Organización Ardila Lulle, y de su emporio mediático, RCN, de los intereses de la industria azucarera y de refrescos —según el detallado relato del NYT—, me hicieron pensar en esa alianza, también impúdica, entre el partido del senador Uribe, otros senadores supuestos aliados del Gobierno y el consistente compromiso con la mentira del canal RCN. Ahora resultan más claros los motivos por los que ese canal ha sido un acérrimo enemigo de la paz: por un lado le cobra al Gobierno su sano y saludable intento de poner más impuestos a la industria azucarera y de las gaseosas; por otro lado le echa una mano al senador Uribe en su cruzada fanática contra el acuerdo de paz. Y por último, indirectamente, al conseguir que el conflicto siga, o que el único tema sea el de paz o guerra con la guerrilla, nos distrae de asuntos fundamentales como lo dañinas que son sus gaseosas o lo inútil y antiecológica que es su agua envasada. El asunto no es ni siquiera ideológico: es de pura plata. A ellos no les importa hacer daño, siempre y cuando ganen mucho siendo dañinos.