Los lectores no estaban acostumbrados a que la poesía hablara así, sus metáforas eran rudas y sus imágenes directas, Baudelaire no venía a endulzarle la vida a nadie sino a sacudir, a indignar y a perturbar.
Todavía hoy ni la república de Francia ni la república de las letras saben muy bien donde poner a este renegado que dudó de la virtud, del bien, de la belleza, de la salud de la civilización, de la pureza de las grandes instituciones, y que lo dijo con pasión, con elocuencia y con ferocidad. Hay un poema, La negación de Pedro, donde Baudelaire le pregunta a Dios padre cómo, después de crear una humanidad débil, falible y pecadora, le manda a su hijo para que ella lo atormente y lo mate, y nos hace creer que ese nuevo crimen va a purificar a la especie. No es posible que sea un sacrificio grato a Dios, hasta el punto de moverlo al perdón, que unos verdugos infames perforen el cuerpo de su hijo con clavos y lo cubran de escupitajos. Baudelaire hasta se pregunta si es que a Dios le gusta oír las quejas y las blasfemias de los huérfanos y los atormentados, si eso le suena como una sinfonía.
Dos siglos después, los versos de Baudelaire todavía queman a quien los toca, pero nadie se atreve a arrojarlos porque en ellos palpita algo poderoso y sublime. Su poema A una carroña, donde se atreve a pensar que el cadáver de una bestia en descomposición puede ser objeto del arte, tema de la belleza, es tan inquietante que el lector no sabe si arrojarlo con asco o besarlo con veneración, porque es imposible dudar de que hay algo bello en él a pesar de su repugnancia.
Fue en esa frontera entre lo bello y lo repugnante donde el artista moderno descubrió sus nuevas verdades; aprendió que la dignidad del arte no está en buscar la belleza donde ya sabemos que se encuentra sino tal vez donde nos dijeron que no estaba. Baudelaire dice que en la jaula infame de nuestros vicios hay un monstruo más feo, más malo y más sucio, y es el tedio, que de un solo bostezo podría tragarse el mundo. ¿Pero qué es el tedio sino la muerte de la grandeza? Baudelaire ama el recuerdo de las edades desnudas, donde los cuerpos eran bellos, saludables e impúdicos, donde el amor era algo natural y espontáneo, donde la diosa de la fecundidad amamantaba al universo con sus ubres morenas.
Dijo que ahora teníamos naciones corrompidas, bellezas lánguidas y rostros corroídos por los chancros del corazón, pero que esas razas enfermizas no podían dejar de rendir homenaje a la juventud, a la santa juventud, porque en ella está la promesa de la regeneración del mundo, a la juventud de aire sencillo y de mirada limpia como el agua corriente, que todavía está cerca del mundo elemental y que puede aún florecer, perfumar y cantar.
Cada uno de los poemas de su libro parece un manifiesto: por las artes como testimonio de la dignidad de una especie arrastrada por el tiempo y saqueada por la muerte, por una inspiración saludable que sepa contrariar la vulgaridad, a favor de que todo ser humano sea capaz de romper con sus hábitos y hacer “del viviente espectáculo de su triste miseria / la labor de sus manos y el amor de sus ojos”.
Se diría que nunca un poeta había traído tantos temas nuevos al horizonte de la poesía, y uno incluso se pregunta si eso es lícito, si no existe el peligro de que una obra naufrague en la novedad, en la ilusión del cambio, en las urgencias de lo actual. Y hay un poema, El viaje, donde Baudelaire termina admitiendo que esa es su búsqueda central: “Cielo, infierno, ¿qué importa? —dice—. ¡Con rumbo a lo desconocido para encontrar lo nuevo!”.
Tal vez se deba a eso, a su radical búsqueda de la novedad, que Baudelaire prefirió mantenerse protegido por las estructuras métricas y las músicas de la tradición. Si eran tan nuevos su tono, sus temas, sus imágenes, necesitaba atrincherarse en lo reconocible, y si algo le permitió sortear la resistencia de los lectores y el rechazo del poder fue la extrema corrección de su lenguaje, los refinamientos de la forma y la expresividad de su ritmo. El más hábil versificador de la poesía francesa, Victor Hugo, que era ya un hombre mayor y parecía conocer todos los recursos, comprendió enseguida que él nunca se había asomado a esos abismos y dijo que Baudelaire había traído a la lengua “un nuevo estremecimiento”.
Baudelaire, mucho más joven, le enseñó resonancias nuevas del lenguaje, cosas desconocidas de la tradición, de la naturaleza y del alma. Es buena prueba de la grandeza de Hugo que haya sido capaz de recibir la influencia de un autor de la nueva generación, porque en su último libro, La leyenda de los siglos, ya sentimos que ha sido tocado por ese viento de rebeldía y hasta de blasfemia que hay en Las flores del mal. Allí se atrevió a decir, en el tono de Baudelaire, que tal vez hay en el cielo “un horrendo sol negro del que irradia la noche”.
Pero Baudelaire no era un mero innovador, no lo movía el afán trivial de ser novedoso o la frivolidad de lo actual, sino la capacidad de ver lo nuevo con los ojos de la gran mitología. Él no crea otra belleza: descubre otra cara de la belleza en las apariencias del presente. Se dice que fue él quien dijo que “lo feo puede ser hermoso, lo bonito nunca”. Y fue capaz de ver en los suburbios de las ciudades modernas el equivalente de los monstruos antiguos.
Claro que todo el romanticismo estaba en él: el hombre de las multitudes y el culto por las tumbas de Edgar Allan Poe, la mirada visionaria de William Blake, el dandismo de Byron, la crítica del presente y la adoración del presente, el amor por la naturaleza y la percepción de su violencia y su crueldad, la pasión por la belleza y la conciencia de su ambigüedad, que a la vez embriaga y aterra, la conciencia de que en la divinidad están por igual lo angélico y lo demoníaco.
Baudelaire es vanidosamente intelectual, para él Dios y el Demonio han perdido su poder intimidatorio, pero no ignora que esas fuerzas históricas todavía ejercen su influjo y conservan su poder. Por eso mientras dice que Dios tiene un trono espléndido reservado al poeta y lo invitará a su eterna fiesta, también llama a la raza de Caín a subir al cielo y arrojar a Dios sobre la tierra. Y les dice a esas viejecitas que persigue por las calles de París: “Ruinas, sois mis hermanas, vencidas, solitarias, / cada tarde os despido con mi solemne adiós. / ¿Dónde estaréis mañana, evas octogenarias, / marcadas por la garra espantable de Dios?”. Su dios también es el tiempo, el viejo Saturno que devora a sus hijos.
Baudelaire dijo que la música despertaba en él “todos los tormentos de un barco que sufre”, y finalmente saludó a la belleza diciéndole que el destino la sigue como un perro, pero que no importa si ella, que nos abre la puerta a algo infinito, viene del cielo o del infierno, ya que su efecto sobre nosotros es hacer menos opresivo el paso del tiempo y menos horrible el universo.
Los lectores no estaban acostumbrados a que la poesía hablara así, sus metáforas eran rudas y sus imágenes directas, Baudelaire no venía a endulzarle la vida a nadie sino a sacudir, a indignar y a perturbar.
Todavía hoy ni la república de Francia ni la república de las letras saben muy bien donde poner a este renegado que dudó de la virtud, del bien, de la belleza, de la salud de la civilización, de la pureza de las grandes instituciones, y que lo dijo con pasión, con elocuencia y con ferocidad. Hay un poema, La negación de Pedro, donde Baudelaire le pregunta a Dios padre cómo, después de crear una humanidad débil, falible y pecadora, le manda a su hijo para que ella lo atormente y lo mate, y nos hace creer que ese nuevo crimen va a purificar a la especie. No es posible que sea un sacrificio grato a Dios, hasta el punto de moverlo al perdón, que unos verdugos infames perforen el cuerpo de su hijo con clavos y lo cubran de escupitajos. Baudelaire hasta se pregunta si es que a Dios le gusta oír las quejas y las blasfemias de los huérfanos y los atormentados, si eso le suena como una sinfonía.
Dos siglos después, los versos de Baudelaire todavía queman a quien los toca, pero nadie se atreve a arrojarlos porque en ellos palpita algo poderoso y sublime. Su poema A una carroña, donde se atreve a pensar que el cadáver de una bestia en descomposición puede ser objeto del arte, tema de la belleza, es tan inquietante que el lector no sabe si arrojarlo con asco o besarlo con veneración, porque es imposible dudar de que hay algo bello en él a pesar de su repugnancia.
Fue en esa frontera entre lo bello y lo repugnante donde el artista moderno descubrió sus nuevas verdades; aprendió que la dignidad del arte no está en buscar la belleza donde ya sabemos que se encuentra sino tal vez donde nos dijeron que no estaba. Baudelaire dice que en la jaula infame de nuestros vicios hay un monstruo más feo, más malo y más sucio, y es el tedio, que de un solo bostezo podría tragarse el mundo. ¿Pero qué es el tedio sino la muerte de la grandeza? Baudelaire ama el recuerdo de las edades desnudas, donde los cuerpos eran bellos, saludables e impúdicos, donde el amor era algo natural y espontáneo, donde la diosa de la fecundidad amamantaba al universo con sus ubres morenas.
Dijo que ahora teníamos naciones corrompidas, bellezas lánguidas y rostros corroídos por los chancros del corazón, pero que esas razas enfermizas no podían dejar de rendir homenaje a la juventud, a la santa juventud, porque en ella está la promesa de la regeneración del mundo, a la juventud de aire sencillo y de mirada limpia como el agua corriente, que todavía está cerca del mundo elemental y que puede aún florecer, perfumar y cantar.
Cada uno de los poemas de su libro parece un manifiesto: por las artes como testimonio de la dignidad de una especie arrastrada por el tiempo y saqueada por la muerte, por una inspiración saludable que sepa contrariar la vulgaridad, a favor de que todo ser humano sea capaz de romper con sus hábitos y hacer “del viviente espectáculo de su triste miseria / la labor de sus manos y el amor de sus ojos”.
Se diría que nunca un poeta había traído tantos temas nuevos al horizonte de la poesía, y uno incluso se pregunta si eso es lícito, si no existe el peligro de que una obra naufrague en la novedad, en la ilusión del cambio, en las urgencias de lo actual. Y hay un poema, El viaje, donde Baudelaire termina admitiendo que esa es su búsqueda central: “Cielo, infierno, ¿qué importa? —dice—. ¡Con rumbo a lo desconocido para encontrar lo nuevo!”.
Tal vez se deba a eso, a su radical búsqueda de la novedad, que Baudelaire prefirió mantenerse protegido por las estructuras métricas y las músicas de la tradición. Si eran tan nuevos su tono, sus temas, sus imágenes, necesitaba atrincherarse en lo reconocible, y si algo le permitió sortear la resistencia de los lectores y el rechazo del poder fue la extrema corrección de su lenguaje, los refinamientos de la forma y la expresividad de su ritmo. El más hábil versificador de la poesía francesa, Victor Hugo, que era ya un hombre mayor y parecía conocer todos los recursos, comprendió enseguida que él nunca se había asomado a esos abismos y dijo que Baudelaire había traído a la lengua “un nuevo estremecimiento”.
Baudelaire, mucho más joven, le enseñó resonancias nuevas del lenguaje, cosas desconocidas de la tradición, de la naturaleza y del alma. Es buena prueba de la grandeza de Hugo que haya sido capaz de recibir la influencia de un autor de la nueva generación, porque en su último libro, La leyenda de los siglos, ya sentimos que ha sido tocado por ese viento de rebeldía y hasta de blasfemia que hay en Las flores del mal. Allí se atrevió a decir, en el tono de Baudelaire, que tal vez hay en el cielo “un horrendo sol negro del que irradia la noche”.
Pero Baudelaire no era un mero innovador, no lo movía el afán trivial de ser novedoso o la frivolidad de lo actual, sino la capacidad de ver lo nuevo con los ojos de la gran mitología. Él no crea otra belleza: descubre otra cara de la belleza en las apariencias del presente. Se dice que fue él quien dijo que “lo feo puede ser hermoso, lo bonito nunca”. Y fue capaz de ver en los suburbios de las ciudades modernas el equivalente de los monstruos antiguos.
Claro que todo el romanticismo estaba en él: el hombre de las multitudes y el culto por las tumbas de Edgar Allan Poe, la mirada visionaria de William Blake, el dandismo de Byron, la crítica del presente y la adoración del presente, el amor por la naturaleza y la percepción de su violencia y su crueldad, la pasión por la belleza y la conciencia de su ambigüedad, que a la vez embriaga y aterra, la conciencia de que en la divinidad están por igual lo angélico y lo demoníaco.
Baudelaire es vanidosamente intelectual, para él Dios y el Demonio han perdido su poder intimidatorio, pero no ignora que esas fuerzas históricas todavía ejercen su influjo y conservan su poder. Por eso mientras dice que Dios tiene un trono espléndido reservado al poeta y lo invitará a su eterna fiesta, también llama a la raza de Caín a subir al cielo y arrojar a Dios sobre la tierra. Y les dice a esas viejecitas que persigue por las calles de París: “Ruinas, sois mis hermanas, vencidas, solitarias, / cada tarde os despido con mi solemne adiós. / ¿Dónde estaréis mañana, evas octogenarias, / marcadas por la garra espantable de Dios?”. Su dios también es el tiempo, el viejo Saturno que devora a sus hijos.
Baudelaire dijo que la música despertaba en él “todos los tormentos de un barco que sufre”, y finalmente saludó a la belleza diciéndole que el destino la sigue como un perro, pero que no importa si ella, que nos abre la puerta a algo infinito, viene del cielo o del infierno, ya que su efecto sobre nosotros es hacer menos opresivo el paso del tiempo y menos horrible el universo.