Bobadas de la iconoclastia

Héctor Abad Faciolince
28 de abril de 2019 - 10:00 a. m.
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Los seres humanos somos muy susceptibles a las imágenes, es decir, a la representación visual de la realidad. Somos capaces de reírnos de la “estupidez” de un pájaro que se enfrenta a sí mismo y picotea su imagen en el cristal de una ventana. Sin embargo, no nos parece estúpido que alguien llore al ver la fotografía de un ser querido, que una beata bese el pie de un santo, o que un joven se dedique al onanismo estimulado por la imagen de una mujer desnuda (o por la pintura de dos que copulan).

Rarezas humanas como esta (que una imagen nos entristezca, nos excite, nos invite a la devoción) indican cuán vulnerables somos todos ante las imágenes esculpidas, talladas, pintadas o fotografiadas. Algunos tienen en su cuarto fotos de los nietos, afiches de Fidel Castro, imágenes de la Virgen María o de San José, un Corazón de Jesús, un Buda sentado, un galán de cine, un crucifijo sin crucificado, un equipo de fútbol, un retrato de Darwin o de Virginia Woolf. Las religiones iconoclastas (el islam, el judaísmo, algunas ramas del protestantismo) condenan toda representación de lo sagrado y a veces, incluso, de lo humano o del mundo natural.

Los iconoclastas, aquellos que abogan por la destrucción de todas las imágenes sagradas (y a veces incluso de las no sagradas), en su acto de destrucción reconocen el significado y el sentimiento de admiración (y hasta de adoración) que esos íconos pueden despertar en otros. Venerar una imagen, dicen (basados en textos sagrados), es una forma de idolatría. Para ellos “todas las imágenes religiosas que no son de nuestra fe son ídolos; y todas las imágenes de nuestra fe son íconos que hay que venerar”. Si yo destruyo con un cincel un trozo de caligrafía o de decoración en la cornisa de una mezquita, estoy cometiendo un tipo de iconoclastia y además un sacrilegio.

Después del incendio de parte de la basílica de Notre Dame, fuera de un sentimiento mayoritario de pesadumbre y desolación, aparecieron también aquí los iconoclastas. Al lamentar por Twitter esta calamidad, muchos tuiteros de esos que viven furiosos por todo me contestaron que a ellos les importaba un chorizo que se derrumbaran unas sucias piedras. Columnistas menos anónimos también se regodearon en su gusto pequeñoburgués de epatar y escribieron bobadas como que la basílica merecía arder por ser “una compilación perfecta de las infamias de la Iglesia católica”. Los talibanes de la pluma creen todavía que poner la palabra “hijueputa” en un título, tirar por la ventana una estatua de la virgen, o quemar un retrato del papa son actos muy escandalosos que los exponen a arder en el patíbulo de los herejes, cuando lo único que en realidad consiguen, y en el fondo quieren, es echarle un tronquito de leña más a la hoguera de su vanidad.

Es iconoclastia quitar una estatua de Cristóbal Colón en una plaza de California o eliminar de México todos los retratos de Hernán Cortés salvo alguno grotesco de los grandes muralistas. Sería iconoclasta blanquear el Che Guevara del paredón del auditorio de la Universidad Nacional. Fue iconoclasta defenestrar a Stalin y a Lenin de algunas partes de Europa Oriental. Es iconoclasta odiar siempre y en todo lugar las expresiones visuales de los grafiteros. Muchos, según el personaje y su ideología o religión, gozan con algunas defenestraciones y se ofenden con otras. En toda esta manía iconoclasta, no falta quien celebre que dinamiten budas milenarios o que se queme una de las basílicas góticas más sublimes de la cristiandad.

La discordia, decía Voltaire, es la gran peste del ser humano. Es imposible ponernos de acuerdo. Lo que unos quieren quemar o romper, otros lo quieren adorar. La única solución, decía Voltaire, es la tolerancia. Está bien que algunos erijan templos o imágenes a lo que quieran; y bien que otros adoren lo abstracto y sin imágenes. A los que creemos que hay espacio para todos, nos tildan de tibios. Quizá porque no idolatramos ni tampoco defenestramos.

 

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