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Sombrero de mago

Borborigmo presidencial

Reinaldo Spitaletta
01 de septiembre de 2020 - 05:01 a. m.
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Tenía toda la pinta de mentecato con suerte, de zoquete inútil, de fantoche desabrido. Y, en efecto, no es que la haya mutado, sino que se ha ido acomodando con sutileza desfachatada en los tiempos de la pandemia que le permitieron una pausa activa ante la creciente oleada de protestas populares que ya estaba a punto de convertirse en tsunami. No ha resultado tan pendejo, desde la perspectiva de sus limitaciones políticas, ese que, desde otros balcones, llegó a la presidencia cobijado por un ancestral vicio colombiano: la compra de votos y la corruptela sin límites.

No sé si tener un presidente de pacotilla, un sujeto puesto ahí por lo peor de la politiquería nacional, por el arraigado clientelismo, por toda esa parafernalia que se montó en torno al miedo a una fantasmagoría: que seríamos como Venezuela en caso de que se le abrieran caminos a otras opciones, calificadas por los propagandistas del régimen como “castrochavismo” y simplismos similares, digo, no sé si tener un mal vendedor de milagros en la jefatura del Estado sea ya lo que las señoras del barrio dicen con sonora entonación: la tapa del congolo.

Qué significa un país que ha llegado a estos estadios no solo de mediocridad sino de impotencia de las mayorías sometidas, que esté bajo la dirección de un sujeto que por un lado hace quedar mal el oficio de payaso, de animador, de presentador de farándula, en fin, y, por el otro, no es más que un acólito de la metrópoli del Norte y una ficha decadente del desenmascarado uribismo.

Una interpretación sobre esta situación de descalabro de un país de masacres, de narcotráfico, de lumpenización acentuada de la política tradicional, puede estar en la manera como desde hace largo tiempo se ha asaltado al pueblo colombiano de parte de banderías sin escrúpulos. Desde hace treinta años una pandilla neoliberal se ha apoderado del país y lo ha puesto a pastar miserias en un extenso potrero de desmanes y despropósitos. Los afectados, una inmensa masa que se ha empobrecido sin remedio, continúan perplejos ante las intimidaciones, los atropellos, las conculcaciones de derechos que en su conquista costaron sangre y mortandad.

Ante las masacres recientes, por ejemplo, los burócratas del poder dicen que se trata de “homicidios colectivos” y minimizan la gravedad de la situación. Es como si se tratara, otra vez, de un plan macabro de exterminio que busca no solo intimidar a los que estén en disposición de repulsa y cuestionamientos al régimen, sino obstruir los reclamos justos ante tantas miserias juntas, incluidas las de tener una especie de rey de burlas como mandatario. Un papagayo desteñido que funge a veces de animador televisivo y, en otras, de dictadorzuelo.

Y esta última aserción puede verificarse en los recientes movimientos de fichas que se han dado en puestos clave de vigilancia y control, devenidos en oficinas de bolsillo al servicio del ejecutivo y sus mañas desvergonzadas. Fiscalía, Procuraduría, Contraloría son juguetes de un mandatario experto en demagogias y en numeritos de circo malo.

Un trágico país como el nuestro, desvertebrado por los politicastros, por banqueros y estafetas del imperio, por funcionarios cínicos que se burlan de los que son castigados por medidas antipopulares, no debería admitir más escarnios de quienes cabalgan sobre los hombros de los desposeídos. Debería sacudirse de tantas arbitrariedades y desafueros. ¿Y cómo hacerlo? Tal vez siendo cada vez más críticos frente a la palabrería oficial, a la propaganda siniestra del poder. Hay que descreer del clown mayor y sus comparsas.

En un país donde se han naturalizado el crimen, el despotismo, la pauperización de las mayorías, hay que buscar mecanismos que permitan que la gente deje de querer la servidumbre y que se resista ante las injusticias. Puede ser ya un lugar común, pero la desobediencia debe ser una herramienta para resistir el embate neoliberal y rechazar las agresiones a la dignidad de los desamparados.

Este gobierno de pacotilla, en que al Mindefensa le parece que el asesinato de 86 jóvenes en diez masacres no puede llamarse así, porque masacre es un término “periodístico y coloquial”, con el que, según su posición soslayada e indolente, se pretende hacer “politiquería con la muerte”, es otro botón de muestra del tablado que montó el gobierno. Un tinglado de medianía en el que hay marionetas y titiriteros.

A las víctimas del conflicto, a las que se les sigue desconociendo sus derechos, les acaban de dar de parte de la gallada que detenta el poder un golpe bajo en el caso Mancuso, en una sospechosa redacción con vacíos jurídicos en la solicitud de extradición de un bandido que tiene en su prontuario más de 1.500 asesinatos y desapariciones, y participaciones en masacres como la de El Aro. Es vasto el prontuario de un mal gobierno presidido por alguien al que, más que palabras sensatas, se le escuchan ruidosos borborigmos.

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