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Quienes no queríamos explorar la figura de Jair Bolsonaro porque al final iba a perder contra Fernando Haddad, el decoroso aunque gris candidato de Lula y el PT, ahora tendremos que leer mucho y de prisa, pues el excapitán del Ejército está casi elegido presidente del país más poblado de América Latina. Milagros se han visto, pero realmente no se entiende cómo Haddad pueda remontar de aquí al 28 de octubre un déficit de 18 puntos y casi 18 millones de votos, cuando la participación del domingo bordeó el 80 %. Esto debería abrir los ojos a quienes creen en panaceas, como el voto obligatorio, vigente en Brasil.
Cuatro son los principales factores que precipitaron la debacle del PT. De un lado está el funesto manejo de la economía, estratégico y táctico, pues el modelo del PT solo funciona cuando los commodities exportables tienen precios altos. La de Brasil es una economía cerrada que apenas sale de una recesión atroz. El país no ha firmado tratados comerciales importantes, salvo por el Mercosur, acumula una deuda pública del 80 % del PIB y sigue enviciado a la inflación, necesaria para manejar la deuda, pero fatal para la gente vulnerable. En segundo lugar está la corrupción, en especial Lava Jato y Odebrecht, dos gotas gigantescas que rebosaron la copa y se asocian al PT. En tercer lugar figura el crimen, un cáncer que hizo metástasis en fenómenos tan espeluznantes como el Primer Comando Capital, un cartel que maneja sus redes mafiosas desde la seguridad de la cárcel. Queda, por último, el hecho de que la única figura electoral atractiva de izquierda sea Lula, impedido de participar por una condena judicial. Excluido él, la mediocridad de los demás candidatos es apabullante. ¿Qué clase de política comete semejante seguidilla de errores y, de ñapa, encumbra personajes tan ineptos? La del PT. Javier Lafuente lo explica así en El País: “Es como si el miedo a lo que hay fuese el mejor programa electoral”.
Entra en escena Jair Bolsonaro, cuyo segundo nombre, vaya a saberse por qué diabólica coincidencia, es Messias. Lo echaron del Ejército en 1988 por promover acciones intrépidas que involucraban bombas. Buscaba al parecer una mejora salarial para las tropas. Se posicionó, al igual que Trump, como outsider. Sus lemas son: “Brasil por encima de todo” y “Dios por encima de todos”. Bolsonaro es el clásico macho alfa, solo que mucho más bocón. Odia en su desorden: a los homosexuales, a las mujeres, a los negros, a los izquierdistas, a los indios, a Maduro, a Lula y sigue un larguísimo etcétera. En poco reconfortante contraste, defiende la dictadura militar, la tortura, la pena de muerte y no pare de contar.
El centro, zona de las propuestas sensatas, una vez más quedó borrado del mapa en Brasil. Las masas desesperadas e irritadas de América Latina están votando con el hígado y no tienen tiempo para los “tibios”. Los evangélicos, que en su momento apoyaban a Lula, ahora respaldan envalentonados a Bolsonaro, cuya agenda social corre el riesgo de ser aterradora.
La culpa es de los populismos, que no creen en las instituciones y prometen todo para mañana, exasperando a la gente cuando las cosas se estancan o empeoran. Lula es un mago, sí, pero un mago tramposo con un modelo de país insostenible. Ergo, Bolsonaro. El único consuelo es que una eventual presidencia suya no augura nada bueno, no ya para el país —eso es obvio—, sino para él mismo. Algo diferente vendrá después; ni idea qué.