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São Paulo. Abrumado por el derrumbe de la Europa pluralista, libre y abierta que ayudó a construir con sus obras e iniciativas culturales, como el Festival de Salzburgo, Stefan Zweig escogió a Brasil como su última morada. Convencidos de que Hitler terminaría con dominar al mundo entero y presa de una fuerte depresión, Zweig y su esposa se suicidaron en Petrópolis. Pero, poco antes de morir, escribió un vaticinio que ha atormentado a los brasileños: “Brasil es el país del futuro, y siempre lo será”, dijo.
Después del regreso a la democracia, de las reformas de Fernando Henrique Cardozo en los 90, de la apertura al mundo y de varios años de crecimiento, parecía que, finalmente, los brasileños podrían desmentir a Stefan Zweig. Hasta hubo momentos de verdadera euforia cuando el país obtuvo las sedes del Mundial de Fútbol y de los Juegos Olímpicos y The Economist publicó una carátula con el Cristo del Corcovado, cual cohete prodigioso, despegando hacia los cielos. Parecía que, por fin, habían alcanzado el futuro. Pero no habría de ser.
La economía ha estado contrayéndose desde 2014 y sólo en el último trimestre volvió a crecer; el déficit fiscal alcanza un 10 % y el déficit primario es superior a un 2 % del PIB. Por los escándalos de Lava Jato y JBS, decenas de políticos y empresarios están en la cárcel o bajo investigación, mientras cada día se revelan nuevos casos de corrupción, aunque hasta ahora ninguno supera la podredumbre de la refinería de Abreu e Lima, en el estado de Pernambuco, la cual tuvo un presupuesto inicial de US$2,5 billones y ha costado casi diez veces más, alcanzando los US$22 billones.
Sin embargo, después de una semana de interactuar con empresarios, académicos y políticos, he quedado con la impresión de que este gigante de América Latina quizás ahora sí va a salir adelante. Porque, precisamente por la crisis económica y los escándalos, todos los sectores parecen estar llegando a un gran acuerdo nacional. Primero, la separación de poderes está funcionando: los poderes judicial y electoral y los organismos de control están realizando una gran labor que todos apoyan. Segundo, la fragmentación regional y sectorial es un gran activo de pesos y contrapesos, pero hace falta una reforma política que ponga límites a la fragmentación extrema de los partidos. Tercero, el Estado no tiene la capacidad de construir ni de manejar la infraestructura que necesita el país, razón por la cual se viene una ola de privatizaciones en todos los sectores, comenzando por Electrobras. Cuarto, aunque por el momento la reforma previsional está paralizada, hay un acuerdo sobre la necesidad de poner fin a las pensiones privilegiadas de políticos, jueces y otros funcionarios públicos y acabar la corrupción en la entrega de subsidios. Quinto, ya realizada la reforma laboral, más pronto que tarde vendrá una reforma fiscal que amplíe las bases de tributación y ponga coto a la captura del gasto público por sectores corporativos privilegiados.
Según el politólogo Ricardo Sennes, para “aprovechar” una crisis como esta, Brasil necesita otras dos cosas: una gran propuesta técnica y un liderazgo político para implementarla. Si logran elegir como próximo presidente a un reformista moderado y continúan con las reformas, especialmente la reforma política y la previsional, quizá finalmente los brasileños podrán desmentir la profecía de Stefan Zweig.