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Un reciente editorial de El Espectador hizo eco de un proyecto de ley que se estudia en Uruguay con el propósito de entregar el manejo de las cárceles al Ministerio de Educación, y sugirió que Colombia debería plantearse alternativas audaces como esa.
El delito es un producto de la vida social; así se denomina a las conductas que, por constituir una desviación de los parámetros de comportamiento que rigen la coexistencia, afectan de manera grave intereses de los ciudadanos. Aun cuando los factores que lo generan son muy variados (desadaptación, déficit de educación, desmedida ambición económica, inadecuado control de las emociones, búsqueda de espacios en la comunidad, desigualdades socioeconómicas extremas, etcétera), en el fondo todos reflejan desajustes en el funcionamiento de la sociedad en que ocurren; por eso cada conglomerado social produce sus propios delitos: la delincuencia no es la misma en un Estado capitalista que en uno socialista, ni en una dictadura que en una democracia, ni en un país desarrollado que en uno subdesarrollado.
Siempre habrá delitos, y será necesario castigarlos; pero se debe hacer más énfasis en su prevención que en su represión. Mientras a la administración de justicia le incumbe sancionar a los criminales, al Estado en su conjunto le corresponde identificar las causas que originan la delincuencia y plantear una política orientada a controlarlas. Se la llama política criminal, no porque su trabajo sea únicamente (como piensan algunos) crear delitos y aumentar penas para combatir la delincuencia, sino porque debe idear y poner en práctica formas de controlar las circunstancias generadoras del crimen a través de políticas públicas.
Si se establece que muchos pequeños cultivadores de coca se dedican a esa actividad por falta de alternativas reales de subsistencia, entonces hay que brindárselas; si se encuentra que una significativa cantidad de rencillas que terminan en lesiones y muertes se deben a la dificultad de que los ciudadanos puedan acceder a mecanismos de solución de conflictos ágiles y sencillos, hay que diseñarlos y ponerlos a su alcance; si se demuestra que hay personas alzadas en armas contra el Estado porque no disponen de canales efectivos de participación política, hay que otorgárselos; si se confirma que un número importante de hurtos están relacionados con hondas desigualdades sociales, hay que buscar la forma de que todos los ciudadanos tengan similares oportunidades en materia de educación, trabajo digno, acceso a la salud, vivienda y servicios públicos básicos.
La política criminal supone una visión crítica del Estado sobre los diversos factores que permiten el funcionamiento de la sociedad, que van mucho más allá de lo puramente educativo; por eso las prisiones deberían estar a cargo del Ministerio del Interior, que no solo dispone de la capacidad para ocuparse de su seguridad, sino que, adicionalmente, tiene las competencias para ejecutar políticas públicas que permitan controlar las variadas causas del delito, a partir de las recomendaciones de un Consejo de Política Criminal bien estructurado y con voz dentro del gobierno.