En 1245, el papa Inocencio IV envió los primeros misioneros franciscanos y dominicos a la China dominada en aquel entonces por los tártaros. Era el siglo XIII y los gobernantes europeos estaban atemorizados. El nuevo imperio mongol avanzaba sin pausa y estaba a las puertas de Polonia y Austria. El mensaje que los frailes embajadores portaban era doble: pedirles que detuvieran la marcha y se convirtieran a la fe cristiana. Por supuesto, bajo tales premisas y como era de esperarse, fue imposible establecer el diálogo. El fundamento de semejantes acciones era que Europa tenía el convencimiento de encarnar la verdad de manera muy similar a como occidente la proclama hoy en día. Pero la contraparte, desde su propia orilla, pensaba igual de sí misma.
El actual auge de los chinos no es una novedad y, por lo tanto, no debe sorprender. Están recuperando una posición mundial preponderante que tuvieron hasta hace dos siglos. Pero tanto hoy como ayer, el avance del “otro” genera miedos porque pone en entredicho los logros y las creencias de quien se siente retado. Además, la coyuntura por la que ha pasado Estados Unidos en los últimos años no ha sido la más propicia para competir. Como lo advirtiera el expresidente Jimmy Carter, mientras los americanos se dedicaron a hacer guerras, los chinos invirtieron sus recursos en dotar al país con una formidable infraestructura. Y el resultado es un desequilibrio en el crecimiento de las dos economías.
La reacción, un poco tardía y algo desesperada, por parte de Washington se ha encaminado a plantear una guerra tecnológico-comercial contra China a la que recientemente se ha sumado la campaña de desinformación y descrédito que fomentó en relación con el COVID-19, que ha sido directa y contundente. Así lo confirman los hallazgos del Pew Research Center que han demostrado que la percepción negativa de China en los países investigados, ha llegado a máximos históricos. Con un dato curioso al que valdría la pena hacerle seguimiento: los jóvenes en el mundo se muestran más favorables a China que los adultos.
La referencia a lo ocurrido en el siglo XIII se hace comprensible observando lo que sucede hoy. En el reporte de la Secretaria de Estado, The Elements of the China Challenge, publicada en noviembre de 2020, se lee: “El PCCh (Partido Comunista Chino) apunta no solo a la preeminencia dentro del orden mundial establecido, un orden que se basa en estados nacionales libres y soberanos, que fluye de los principios universales sobre los que se fundó Estados Unidos y promueve los intereses nacionales de Estados Unidos, sino que revisa fundamentalmente el orden mundial colocando a la República Popular China (PRC) en el centro y sirviendo a los objetivos autoritarios y ambiciones hegemónicas de Beijing. Ante el desafío de China, Estados Unidos debe garantizar la libertad”.
Mientras occidente se concentra en la retórica y en dilucidar cuál es la ideología que mueve a China, ellos parecen dedicarse a hacer. Y a aprender con la prueba y el error. Y eso significa que los traspiés son esperables e inescapables. No habrá sorpresas. De la misma forma en que construyen permanentemente el socialismo al estilo chino, seguramente harán lo propio con la democracia al estilo chino. Y esto, ¿cómo sería? Para nosotros seguramente un dolor de cabeza. Para ellos el ejercicio de construir nuevos caminos.
En 1245, el papa Inocencio IV envió los primeros misioneros franciscanos y dominicos a la China dominada en aquel entonces por los tártaros. Era el siglo XIII y los gobernantes europeos estaban atemorizados. El nuevo imperio mongol avanzaba sin pausa y estaba a las puertas de Polonia y Austria. El mensaje que los frailes embajadores portaban era doble: pedirles que detuvieran la marcha y se convirtieran a la fe cristiana. Por supuesto, bajo tales premisas y como era de esperarse, fue imposible establecer el diálogo. El fundamento de semejantes acciones era que Europa tenía el convencimiento de encarnar la verdad de manera muy similar a como occidente la proclama hoy en día. Pero la contraparte, desde su propia orilla, pensaba igual de sí misma.
El actual auge de los chinos no es una novedad y, por lo tanto, no debe sorprender. Están recuperando una posición mundial preponderante que tuvieron hasta hace dos siglos. Pero tanto hoy como ayer, el avance del “otro” genera miedos porque pone en entredicho los logros y las creencias de quien se siente retado. Además, la coyuntura por la que ha pasado Estados Unidos en los últimos años no ha sido la más propicia para competir. Como lo advirtiera el expresidente Jimmy Carter, mientras los americanos se dedicaron a hacer guerras, los chinos invirtieron sus recursos en dotar al país con una formidable infraestructura. Y el resultado es un desequilibrio en el crecimiento de las dos economías.
La reacción, un poco tardía y algo desesperada, por parte de Washington se ha encaminado a plantear una guerra tecnológico-comercial contra China a la que recientemente se ha sumado la campaña de desinformación y descrédito que fomentó en relación con el COVID-19, que ha sido directa y contundente. Así lo confirman los hallazgos del Pew Research Center que han demostrado que la percepción negativa de China en los países investigados, ha llegado a máximos históricos. Con un dato curioso al que valdría la pena hacerle seguimiento: los jóvenes en el mundo se muestran más favorables a China que los adultos.
La referencia a lo ocurrido en el siglo XIII se hace comprensible observando lo que sucede hoy. En el reporte de la Secretaria de Estado, The Elements of the China Challenge, publicada en noviembre de 2020, se lee: “El PCCh (Partido Comunista Chino) apunta no solo a la preeminencia dentro del orden mundial establecido, un orden que se basa en estados nacionales libres y soberanos, que fluye de los principios universales sobre los que se fundó Estados Unidos y promueve los intereses nacionales de Estados Unidos, sino que revisa fundamentalmente el orden mundial colocando a la República Popular China (PRC) en el centro y sirviendo a los objetivos autoritarios y ambiciones hegemónicas de Beijing. Ante el desafío de China, Estados Unidos debe garantizar la libertad”.
Mientras occidente se concentra en la retórica y en dilucidar cuál es la ideología que mueve a China, ellos parecen dedicarse a hacer. Y a aprender con la prueba y el error. Y eso significa que los traspiés son esperables e inescapables. No habrá sorpresas. De la misma forma en que construyen permanentemente el socialismo al estilo chino, seguramente harán lo propio con la democracia al estilo chino. Y esto, ¿cómo sería? Para nosotros seguramente un dolor de cabeza. Para ellos el ejercicio de construir nuevos caminos.