China no es una dictadura

Santiago Villa
11 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Coincidí con muchos de los puntos hechos por el politólogo y periodista Moisés Naím en su última columna, salvo en la apreciación de China como una dictadura. Quizás nos hallamos frente a un problema de definiciones, y si cada uno tuviera el tiempo de explicar cómo está empleando la palabra, al final hallaríamos que tal desacuerdo no existe, pero aprovecho la oportunidad de su artículo de esta semana en El Tiempo para aclarar un error muy común: China no es una dictadura. 

 

Esto salvo si aceptamos que es la dictadura del Partido Comunista, pues aunque existen otros partidos políticos, ninguno puede ejercer la oposición. No hay libertad de expresión ni de prensa. No hay independencia de poderes y esto siembra el terreno para una permanente violación de los derechos humanos por parte del régimen. China es, por lo tanto, un Estado totalitario, pero no hay un individuo que detente el poder supremo. Por muy influyente que sea el secretario general del Partido Comunista, él no es un dictador. 

 

Este fue, precisamente, el sentido de las reformas que introdujo Deng Xiaoping (1978 - 1989), probablemente el líder más importante de China durante el último siglo, y que fue mucho más significativo que Mao Zedong (1949 - 1976) para crear el país que hoy se alza como el indiscutido centro industrial del capitalismo globalizado. 

 

A pesar de que en China todos los billetes exhiben el rostro de Mao, y que su momia y efigie sacralizan —desde esa árida religión atea que es el comunismo— la plaza Tiananmen, fue Deng, precisamente el líder que ordenó la masacre de la plaza Tiananmen, el artífice del imaginario que tenemos de la China contemporánea. 

 

Entremos en detalles. El sistema político chino es una colosal pirámide formada por burócratas del Partido Comunista, en la que los escaños inferiores eligen a quienes van a ocupar los escaños superiores, gracias a sus méritos profesionales y educativos, así como a su talento para la intriga y muchas veces, obviamente, también a su habilidad para ejercer la corrupción. 

 

Moisés Naím se equivoca al decir que China “mantiene a millones de personas subyugadas a los designios de un dictador”. Esto es menospreciar las complejidades del sistema chino. En realidad, son los designios del Partido Comunista, que no está bajo el mando de una persona, ni dos ni tres. Quizás, bajo el designio del Comité Permanente del Buró Político, que tiene actualmente siete miembros, pero ellos fueron elegidos y responden al Politburó, que tiene 25 miembros. Pero el Politburó, a su vez, es elegido por el Comité Central, que a su vez es elegido por los representantes del Congreso Nacional del Partido Comunista de China. Y así sucesivamente.  

 

A mí me gusta la democracia, pero después de haber vivido casi media década en China entiendo mejor sus fracturas. También comprendo mejor las debilidades y las fortalezas del sistema chino. 

 

Su ventaja más grande es que China está blindada contra los líderes locos o imbéciles. Personajes como Donald Trump, Nicolás Maduro y Silvio Berlusconi son impensables en los escaños más altos del poder en China. Las personas más poderosas en el sistema político chino han hecho carrera en el Estado, tienen una profunda experiencia administrativa y generalmente tienen más de un posgrado. 

 

Dada la crisis actual de los sistemas electorales occidentales, con los casos más graves siendo Estados Unidos, Gran Bretaña y Brasil, el sistema chino no es, como dice Naím, “cada día menos seductor”. Muy al contrario: el sistema chino se hace peligrosamente seductor, sobre todo en Asia.  

 

Vivimos en la hegemonía moderna de la democracia liberal y la herejía suprema en nuestras sociedades es señalar las ventajas de sistemas políticos que no son democráticos, como el totalitarismo. El problema de esto es que, al igual que sucede con el capitalismo y las religiones, caemos en el error de confundir la conveniencia de un sistema con la aceptación de un dogma.

 

Para valorar y proteger mejor a la democracia debemos estar dispuestos a reflexionar sobre ella, recorrer frecuentemente el camino de sus fronteras y comprender por qué es preferible trazarlas donde están. Por qué no queremos estar del lado chino de la Gran Muralla política. De lo contrario se debilita nuestra valoración de la democracia. Se acerca a la verdad cuyo fundamento pareciese reside en la repetición, y éstas generalmente son las “verdades” más falaces. Esto, en conclusión, la hace vulnerable a sus enemigos seductores, como las modalidades sutiles del Estado totalitario. 

Twitter: @santiagovillach

 

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