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1969 fue un año ecuménico. En este mes de julio, si no ando equivocado, el Apolo 11 llevó a la tripulación que caminaría por primera vez en la luna. “Un paso pequeño para el hombre, un salto gigante para la humanidad”, dictaminó el astronauta Neil Armstrong. Siempre me he preguntado si le salió la expresión, o si estaba libreteado.
Como fuere, un mes después tendría lugar un evento más que terrenal que marcó la cultura de su tiempo: el festival de Woodstock. El entusiasmo por las comunas, el llamado amor libre (con la correspondiente histeria gregaria) y el sentimentalismo público que dominaron la escena de Woodstock nunca me llamaron la atención: no siento, pues, en este caso el aguijón de la nostalgia. A la vez, no he perdido un ápice de entusiasmo por la música que se presentó allí: me sigue pareciendo maravillosa. Más o menos cada año cambio de opinión sobre cuál fue la mejor canción del festival; la del 2019 es “Freedom”, de Richie Havens (sobrepasando a esa juerga fantástica, hasta la pérdida de la consciencia, que es “Soul Sacrifice” de Santana). Muy a propósito para los tiempos que corren. Pero también para ese 1969, el primer año de Nixon en el poder.
Nixon sucedía a un presidente malogrado, Johnson, que intentó un reformismo en gran escala que los Estados Unidos no volvieron a contemplar —sólo para ver su esfuerzo descarrilado por una guerra imperial y homicida que no quiso, pero en la que gradualmente se fue involucrando—. Nixon estaba en las antípodas, pero en cambio terminó pactando la paz con los vietnamitas (sí, la política es rara; uno de los muchos motivos para estudiarla en serio). Un tipo torcidísimo y reaccionario, pero muy inteligente, Nixon impulsó muchos cambios en la política de su país, así como en las reglas de juego globales.
Lo que inevitablemente nos devuelve a Colombia. Pues en su presidencia fue que se originó la guerra contra las drogas. Nixon y Woodstock en paralelo simbolizan una combinación destructiva para nuestro país y para muchos otros: la creación de un mercado mundial de diferentes drogas, generalmente articulado a patrones de consumo y estilos de vida perfectamente razonables y compatibles con los valores de la clase media, junto con la represión de la producción a través de métodos violentos (“guerra”). Un analista valioso, James Henderson, sostiene que Colombia fue “víctima de la globalización”: de esa globalización. No comparto totalmente su tesis. Pero la guerra contra las drogas sí que ha sido una fuente continua de desgracias, sobresaltos y destrucción institucional en nuestro país, y lo seguirá siendo.
El último de estos episodios es el propósito del Gobierno de fumigar a nuestros campesinos con glifosato, pese a la evidencia aplastante de que significa un riesgo prohibitivo para la salud. María Isabel Rueda —quien expresa una combinación perfecta de frivolidad y mala fe— ha querido defender tal plan, posando de química para descrestar calentanos, terminando después con el hueco argumento de que “toca hacer algo”. Todo eso en nombre de la “sensatez”… pero no veo por dónde se pueda armar un debate razonable. Hay tres argumentos contundentes contra aquella fumigación. Primero, un Estado no tiene el derecho a poner en riesgo a decenas de miles de personas y hacerlo es un suicidio político. Segundo, rompe al menos con el espíritu del acuerdo de paz; ¿por qué no darle una oportunidad, ya que según las Naciones Unidas los campesinos han estado cumpliendo con los compromisos adquiridos? Tercero, la evidencia disponible sugiere que la erradicación voluntaria es más estable que la forzada.
Tratar a la gente a la brava no es un buen sistema de gobierno. Y además tiene consecuencias. Meterse eso en la cabeza es clave y tiene la ventaja de ser más fácil de entender que las fórmulas químicas de María Isabel.
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