El mundo vive hoy una nueva pandemia: la pandemia de la depresión. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), la depresión es una de las causas más recurrentes de discapacidad, con una intrusión cada vez mayor en la carga de morbilidad. Día tras día, los sistemas de salud reportan un incremento inusitado en las consultas por trastornos de este tipo. Según la misma OMS, un 4.4% de la población mundial ha visitado en los dos últimos años a un profesional de la salud mental por algún síntoma de ansiedad, y un 4.0% lo ha hecho por depresión. En América Latina, la depresión prevalece en Brasil afectando al 5.8% de su población, mientras Colombia se ubica por encima del promedio mundial con el 4.7% de sus habitantes, oficialmente afectados. Desde luego, la estadística es limitada: se levanta sobre la población atendida y no sobre aquella que realmente padece dichos trastornos y que carece de cuidados médicos y/o psicológicos.
Las causas son múltiples. Suele decirse que las condiciones generadas por la propagación de la Covid incrementaron los casos, pero esa no es la única razón. Después del encierro, la vuelta a la normalidad pudo resultar difícil, pero una rápida mirada a las cifras revela que estábamos ante una tendencia en franco ascenso desde tiempo atrás. La situación ha empezado a develarse como estructural: las condiciones de vida que el sistema económico genera, la soledad que produce el aislamiento tecnológico, la ausencia de perspectivas o utopías en la promoción social, y el agotamiento de los proyectos de vida ante un mundo que se percibe en franco camino a la debacle, más que tropiezos se transforman en calamidades permanentes para la humanidad. Recientes investigaciones han señalado también la incidencia de los odios y maltratos que nutren las redes sociales. El abuso del alcohol y las drogas condiciona también la patología prevalente en las regiones y grupos humanos que adolecen esa situación.
La falta de apoyo y atención a las personas que padecen trastornos en su salud mental, su estigmatización y discriminación, así como la inexistencia de acciones y estrategias estatales preventivas, entre diversos factores, hacen de esta nueva pandemia un asunto silencioso e imparable. La Organización Panamericana de la Salud (OPS) reconoció, en 2020, que más del 80% de las personas con una enfermedad mental grave, incluida la psicosis, no recibieron tratamiento. La salud mental es rodeada por una cruel iniquidad: al ser la que menos atención especializada recibe, la que menos se diagnostica y formula, la que menos se interviene desde políticas públicas, es al mismo tiempo la que más muertes empieza a generar. La negligencia de los entes estatales actúa como anti paliativo; la pobreza de los países como azote. En Latinoamérica solo el 3% de los presupuestos de salud se destina a la salud mental.
En 2014, la OMS señalaba que en el mundo se suicidaba una persona cada 40 segundos y que el 75% de los casos se registraba en países emergentes o pobres, para 2019 el porcentaje aumentó a un 77%. El hecho ocurre hoy cada 36 segundos y son incontables las tentativas. En no pocos países se constata con tristeza que el suicidio es la segunda o ya primera causa de muerte en la población de 12 a 25 años. Injustamente la llaman “generación de cristal”. Los colegios y las universidades advierten que el 30% de sus estudiantes ha presentado algún trastorno de ansiedad o depresión y varias investigaciones señalan que el perfeccionismo y la ansiedad intensa entre el estudiantado conducen a un importante número de tentativas y actos de suicidio. La OMS afirma que puede haber 20 intentos de suicidio por cada fallecimiento.
Según datos de Medicina Legal, la tasa de suicidios en Colombia creció un 10% entre 2020 y 2022, y se disparó con un incremento del 16% en 2023. En nuestro país se suicidan hoy 8 personas cada día. El índice, desde luego, señala acusador al Estado y grita ante la ausencia de políticas oficiales efectivas. La situación ha alcanzado dramáticamente a la Universidad Pedagógica Nacional arrebatándonos en lo corrido del año a tres jóvenes estudiantes: Valentina, Camilo y Santiago, a quienes extrañamos hoy en nuestro campus. Desde luego, se han reforzado los programas institucionales de bienestar y se han trazado correctivos. Sin embargo, hay dificultades estructurales que preocupan: universidades y colegios pueden atender a sus estudiantes en prevención, pero no están facultados legalmente para seguirlos clínicamente y en esto último ni las EPS ni los organismos estatales de salud cumplen con eficacia. Las citas psicológicas y médicas se distancian en el tiempo y los pacientes terminan olvidados por la inoperancia y abandonados a su suerte. La atención desde el Sisben ni siquiera se percata del asunto y la psiquiatría es una contingencia de lujo para los sectores más vulnerables.
El presupuesto de los colegios y universidades públicas tampoco alcanza para una atención en ámbitos que podrían mitigar los impactos sociales, emocionales, académicos, de permanencia y deserción de la población estudiantil con condiciones difíciles de salud mental. Una política agresiva para enfrentar dichos problemas abarca ángulos tan disímiles que resulta imposible cubrirlos plenamente sin la contratación debida de los profesionales que puedan ejecutarla. Medios y espacios tampoco pueden solventarse sin un auxilio presupuestal consecuente. Campañas constantes de concientización y prevención no son posibles sin recursos.
Este escrito es, justamente, un llamado al Ministerio de Educación y al Gobierno nacionales para que entre sus propósitos y rubros incluyan cada vez más la atención a la salud mental de nuestros estudiantes y profesores; para que reconozcan a las IES como escenarios primarios en la identificación de factores de riesgo y de potencialización de los factores protectores en salud física y mental, conforme lo define el CONPES 3992 de 2020. La situación se ha convertido ya en un problema de salud pública. Un problema que no es tampoco estrictamente médico, es social, y debe atenderse en todas sus aristas. No todo puede ser cobertura y gratuidad, también debe pensarse en bienestar. Sin ello, lo demás puede fracasar.
* Rector(e) Universidad Pedagógica Nacional.
El mundo vive hoy una nueva pandemia: la pandemia de la depresión. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), la depresión es una de las causas más recurrentes de discapacidad, con una intrusión cada vez mayor en la carga de morbilidad. Día tras día, los sistemas de salud reportan un incremento inusitado en las consultas por trastornos de este tipo. Según la misma OMS, un 4.4% de la población mundial ha visitado en los dos últimos años a un profesional de la salud mental por algún síntoma de ansiedad, y un 4.0% lo ha hecho por depresión. En América Latina, la depresión prevalece en Brasil afectando al 5.8% de su población, mientras Colombia se ubica por encima del promedio mundial con el 4.7% de sus habitantes, oficialmente afectados. Desde luego, la estadística es limitada: se levanta sobre la población atendida y no sobre aquella que realmente padece dichos trastornos y que carece de cuidados médicos y/o psicológicos.
Las causas son múltiples. Suele decirse que las condiciones generadas por la propagación de la Covid incrementaron los casos, pero esa no es la única razón. Después del encierro, la vuelta a la normalidad pudo resultar difícil, pero una rápida mirada a las cifras revela que estábamos ante una tendencia en franco ascenso desde tiempo atrás. La situación ha empezado a develarse como estructural: las condiciones de vida que el sistema económico genera, la soledad que produce el aislamiento tecnológico, la ausencia de perspectivas o utopías en la promoción social, y el agotamiento de los proyectos de vida ante un mundo que se percibe en franco camino a la debacle, más que tropiezos se transforman en calamidades permanentes para la humanidad. Recientes investigaciones han señalado también la incidencia de los odios y maltratos que nutren las redes sociales. El abuso del alcohol y las drogas condiciona también la patología prevalente en las regiones y grupos humanos que adolecen esa situación.
La falta de apoyo y atención a las personas que padecen trastornos en su salud mental, su estigmatización y discriminación, así como la inexistencia de acciones y estrategias estatales preventivas, entre diversos factores, hacen de esta nueva pandemia un asunto silencioso e imparable. La Organización Panamericana de la Salud (OPS) reconoció, en 2020, que más del 80% de las personas con una enfermedad mental grave, incluida la psicosis, no recibieron tratamiento. La salud mental es rodeada por una cruel iniquidad: al ser la que menos atención especializada recibe, la que menos se diagnostica y formula, la que menos se interviene desde políticas públicas, es al mismo tiempo la que más muertes empieza a generar. La negligencia de los entes estatales actúa como anti paliativo; la pobreza de los países como azote. En Latinoamérica solo el 3% de los presupuestos de salud se destina a la salud mental.
En 2014, la OMS señalaba que en el mundo se suicidaba una persona cada 40 segundos y que el 75% de los casos se registraba en países emergentes o pobres, para 2019 el porcentaje aumentó a un 77%. El hecho ocurre hoy cada 36 segundos y son incontables las tentativas. En no pocos países se constata con tristeza que el suicidio es la segunda o ya primera causa de muerte en la población de 12 a 25 años. Injustamente la llaman “generación de cristal”. Los colegios y las universidades advierten que el 30% de sus estudiantes ha presentado algún trastorno de ansiedad o depresión y varias investigaciones señalan que el perfeccionismo y la ansiedad intensa entre el estudiantado conducen a un importante número de tentativas y actos de suicidio. La OMS afirma que puede haber 20 intentos de suicidio por cada fallecimiento.
Según datos de Medicina Legal, la tasa de suicidios en Colombia creció un 10% entre 2020 y 2022, y se disparó con un incremento del 16% en 2023. En nuestro país se suicidan hoy 8 personas cada día. El índice, desde luego, señala acusador al Estado y grita ante la ausencia de políticas oficiales efectivas. La situación ha alcanzado dramáticamente a la Universidad Pedagógica Nacional arrebatándonos en lo corrido del año a tres jóvenes estudiantes: Valentina, Camilo y Santiago, a quienes extrañamos hoy en nuestro campus. Desde luego, se han reforzado los programas institucionales de bienestar y se han trazado correctivos. Sin embargo, hay dificultades estructurales que preocupan: universidades y colegios pueden atender a sus estudiantes en prevención, pero no están facultados legalmente para seguirlos clínicamente y en esto último ni las EPS ni los organismos estatales de salud cumplen con eficacia. Las citas psicológicas y médicas se distancian en el tiempo y los pacientes terminan olvidados por la inoperancia y abandonados a su suerte. La atención desde el Sisben ni siquiera se percata del asunto y la psiquiatría es una contingencia de lujo para los sectores más vulnerables.
El presupuesto de los colegios y universidades públicas tampoco alcanza para una atención en ámbitos que podrían mitigar los impactos sociales, emocionales, académicos, de permanencia y deserción de la población estudiantil con condiciones difíciles de salud mental. Una política agresiva para enfrentar dichos problemas abarca ángulos tan disímiles que resulta imposible cubrirlos plenamente sin la contratación debida de los profesionales que puedan ejecutarla. Medios y espacios tampoco pueden solventarse sin un auxilio presupuestal consecuente. Campañas constantes de concientización y prevención no son posibles sin recursos.
Este escrito es, justamente, un llamado al Ministerio de Educación y al Gobierno nacionales para que entre sus propósitos y rubros incluyan cada vez más la atención a la salud mental de nuestros estudiantes y profesores; para que reconozcan a las IES como escenarios primarios en la identificación de factores de riesgo y de potencialización de los factores protectores en salud física y mental, conforme lo define el CONPES 3992 de 2020. La situación se ha convertido ya en un problema de salud pública. Un problema que no es tampoco estrictamente médico, es social, y debe atenderse en todas sus aristas. No todo puede ser cobertura y gratuidad, también debe pensarse en bienestar. Sin ello, lo demás puede fracasar.
* Rector(e) Universidad Pedagógica Nacional.