Las complejas relaciones entre el poder y el saber han sido siempre materia de discusión. En la antigua Grecia, Sócrates identificó el saber con el bien moral y el conocimiento de la verdad; por tanto, saber y virtud coincidían con el recto actuar de la verdad y la bondad. “Solo sé que nada sé”, es justamente expresión de la virtud y la humildad del saber. Aristóteles unió el saber con la felicidad, pues esta reside en hacer el bien: al ser humano le corresponde ser justo y su felicidad radica en cuanto más se acerquen sus acciones a la naturaleza de su ser. De esta manera, el saber y la felicidad se encontraron con la ética.
En el pensamiento postmoderno, sobre todo con Heidegger, la verdad se ató al poder, que la produce y mantiene. Pero en los años setenta del siglo XX, Michel Foucault rompió con esta concepción. En adelante, sustentó que la connotación del poder no era solo represiva; la relación entre poder y saber nace de las prácticas sociales de control y vigilancia, pero también genera resistencias. En desarrollos filosóficos y sociológicos ulteriores, el saber podría ser también liberador. En la educación, Paulo Freire fue ejemplo en su pasión por la libertad humana ligada a la pedagogía de la emancipación.
Observemos una argumentación sencilla: el saber surge y se desarrolla en el seno de las sociedades, es producto de su interacción, evolución e historia. La informática y la cibernética, cúspide actual de la tecnología, son un producto obtenido por la humanidad a finales del siglo XX. Pero son, precisamente, resultado de esos veinte siglos y otros tantos; de toda la experiencia humana, pasando por los griegos, mayas, chinos y egipcios, hasta el sencillo norteamericano u oriental del mundo contemporáneo. Sin ábaco, no habría computador actual.
Las ideas no surgen de la nada. No existe conocimiento científico creado por superhombres o individuos aislados. Los genios no hacen más que sintetizar e impulsar con grandes saltos la experiencia del conocimiento. La leyenda de Newton y su ocio productivo, no es más que eso: una leyenda. El propio Newton, y antes que él, muchos sabios, filósofos, pensadores y hombres o mujeres en la vida práctica, se habían planteado los interrogantes que conducían a explorar la caída de los cuerpos y la ley de la gravedad. Su hallazgo no fue casual o fortuito, fue producto de la experiencia humana.
Necesario es, entonces, reconocer en cada saber, por simple, mecánico o complejo que parezca, sus raíces en la sociedad y, por consiguiente, la necesidad de una aplicación final en la sociedad misma. En síntesis: su dimensión social en el origen, que precisa y exige una dimensión social en su aplicación.
De la misma manera como la teoría de los agujeros negros no habría sido posible sin Einstein, éste no habría realizado su teoría de la relatividad sin el aporte de Arquímedes o Tales de Mileto, para mencionar sólo dos nombres y omitir las vivencias de la humanidad entera. Sin la astronomía de los pueblos primitivos, sin Galileo ni Copérnico, Armstrong no habría pisado la luna y no tendríamos sondas navegando hoy por el espacio.
He aquí la fuerza del argumento: si el conocimiento nace de la sociedad, debe regresar a sus intereses. Si el conocimiento y el saber surgen de la humanidad, deben colocarse al servicio de su existencia y no de su destrucción. No es sólo cuestión de paternidad o deuda filial. El saber sólo tiene razón ética de ser cuando su papel permanece al lado de la humanidad y de la vida, aquellos que hacen posible su existencia. El saber, como el poder, deben tener como razón ética el servicio; allí reside el verdadero poder del saber.
Por supuesto, hay quienes, con la posibilidad de arañar migajas de poder y atrincherados en posiciones del saber, optan por la soberbia y la arrogancia. El saber, entonces, se convierte en instrumento del poder y actúan como emperadores. Mucho de la sociedad cortesana, según Norbert Elías, se levantó sobre esta relación del saber con el poder. Mucho de la sociedad disciplinaria de Foucault se inspiró en la institución del castigo, ya fuera corporal o sin suplicio. En ambas la escucha del otro se reemplazó por su condena, la diferencia se definió como “inadmisible” y se castigó con la hoguera. La voluntad de poder de que hablara Nietzsche aparece allí como un conjunto de fuerzas en lo humano: las pasiones, los deseos, el interés personal, el egocentrismo, la eliminación del otro. Una frase de Pepe Mujica viene como anillo al dedo: “No es que el poder cambie a las personas, solo revela quienes verdaderamente son”.
La felicidad, para volver a los griegos, no tiene aquí cabida. La ambición de poder no tiene límites y choca con la virtud; con la ética del comportamiento que nos hace dignos merecedores de la felicidad, si evocamos a Kant. Más aún, rivaliza con el concepto de felicidad de Bertrand Russell, para quien la felicidad se consigue a través de la experiencia del amor y la gratitud, de la superación del ego y la vanidad; o incluso de Karl Marx, para quien la felicidad se logra en la medida en que se luche por la felicidad de los demás.
A quienes reciben este fin de año el título de bachilleres o profesionales, lego este mensaje: la responsabilidad ética del saber, su dimensión social; el propósito del poder con el sentido que le otorga la legitimidad de su ejercicio para el bienestar de todas y todos, como lo interpreta Hannah Arendt; la búsqueda de la felicidad como la entendía Jean Paul Sartre: ella no consiste en hacer lo que se quiere sino en querer lo que se hace.
* Rector(e) Universidad Pedagógica Nacional
Las complejas relaciones entre el poder y el saber han sido siempre materia de discusión. En la antigua Grecia, Sócrates identificó el saber con el bien moral y el conocimiento de la verdad; por tanto, saber y virtud coincidían con el recto actuar de la verdad y la bondad. “Solo sé que nada sé”, es justamente expresión de la virtud y la humildad del saber. Aristóteles unió el saber con la felicidad, pues esta reside en hacer el bien: al ser humano le corresponde ser justo y su felicidad radica en cuanto más se acerquen sus acciones a la naturaleza de su ser. De esta manera, el saber y la felicidad se encontraron con la ética.
En el pensamiento postmoderno, sobre todo con Heidegger, la verdad se ató al poder, que la produce y mantiene. Pero en los años setenta del siglo XX, Michel Foucault rompió con esta concepción. En adelante, sustentó que la connotación del poder no era solo represiva; la relación entre poder y saber nace de las prácticas sociales de control y vigilancia, pero también genera resistencias. En desarrollos filosóficos y sociológicos ulteriores, el saber podría ser también liberador. En la educación, Paulo Freire fue ejemplo en su pasión por la libertad humana ligada a la pedagogía de la emancipación.
Observemos una argumentación sencilla: el saber surge y se desarrolla en el seno de las sociedades, es producto de su interacción, evolución e historia. La informática y la cibernética, cúspide actual de la tecnología, son un producto obtenido por la humanidad a finales del siglo XX. Pero son, precisamente, resultado de esos veinte siglos y otros tantos; de toda la experiencia humana, pasando por los griegos, mayas, chinos y egipcios, hasta el sencillo norteamericano u oriental del mundo contemporáneo. Sin ábaco, no habría computador actual.
Las ideas no surgen de la nada. No existe conocimiento científico creado por superhombres o individuos aislados. Los genios no hacen más que sintetizar e impulsar con grandes saltos la experiencia del conocimiento. La leyenda de Newton y su ocio productivo, no es más que eso: una leyenda. El propio Newton, y antes que él, muchos sabios, filósofos, pensadores y hombres o mujeres en la vida práctica, se habían planteado los interrogantes que conducían a explorar la caída de los cuerpos y la ley de la gravedad. Su hallazgo no fue casual o fortuito, fue producto de la experiencia humana.
Necesario es, entonces, reconocer en cada saber, por simple, mecánico o complejo que parezca, sus raíces en la sociedad y, por consiguiente, la necesidad de una aplicación final en la sociedad misma. En síntesis: su dimensión social en el origen, que precisa y exige una dimensión social en su aplicación.
De la misma manera como la teoría de los agujeros negros no habría sido posible sin Einstein, éste no habría realizado su teoría de la relatividad sin el aporte de Arquímedes o Tales de Mileto, para mencionar sólo dos nombres y omitir las vivencias de la humanidad entera. Sin la astronomía de los pueblos primitivos, sin Galileo ni Copérnico, Armstrong no habría pisado la luna y no tendríamos sondas navegando hoy por el espacio.
He aquí la fuerza del argumento: si el conocimiento nace de la sociedad, debe regresar a sus intereses. Si el conocimiento y el saber surgen de la humanidad, deben colocarse al servicio de su existencia y no de su destrucción. No es sólo cuestión de paternidad o deuda filial. El saber sólo tiene razón ética de ser cuando su papel permanece al lado de la humanidad y de la vida, aquellos que hacen posible su existencia. El saber, como el poder, deben tener como razón ética el servicio; allí reside el verdadero poder del saber.
Por supuesto, hay quienes, con la posibilidad de arañar migajas de poder y atrincherados en posiciones del saber, optan por la soberbia y la arrogancia. El saber, entonces, se convierte en instrumento del poder y actúan como emperadores. Mucho de la sociedad cortesana, según Norbert Elías, se levantó sobre esta relación del saber con el poder. Mucho de la sociedad disciplinaria de Foucault se inspiró en la institución del castigo, ya fuera corporal o sin suplicio. En ambas la escucha del otro se reemplazó por su condena, la diferencia se definió como “inadmisible” y se castigó con la hoguera. La voluntad de poder de que hablara Nietzsche aparece allí como un conjunto de fuerzas en lo humano: las pasiones, los deseos, el interés personal, el egocentrismo, la eliminación del otro. Una frase de Pepe Mujica viene como anillo al dedo: “No es que el poder cambie a las personas, solo revela quienes verdaderamente son”.
La felicidad, para volver a los griegos, no tiene aquí cabida. La ambición de poder no tiene límites y choca con la virtud; con la ética del comportamiento que nos hace dignos merecedores de la felicidad, si evocamos a Kant. Más aún, rivaliza con el concepto de felicidad de Bertrand Russell, para quien la felicidad se consigue a través de la experiencia del amor y la gratitud, de la superación del ego y la vanidad; o incluso de Karl Marx, para quien la felicidad se logra en la medida en que se luche por la felicidad de los demás.
A quienes reciben este fin de año el título de bachilleres o profesionales, lego este mensaje: la responsabilidad ética del saber, su dimensión social; el propósito del poder con el sentido que le otorga la legitimidad de su ejercicio para el bienestar de todas y todos, como lo interpreta Hannah Arendt; la búsqueda de la felicidad como la entendía Jean Paul Sartre: ella no consiste en hacer lo que se quiere sino en querer lo que se hace.
* Rector(e) Universidad Pedagógica Nacional