El 9 de abril de 1948, pocos minutos después de la una de la tarde, Jorge Eliécer Gaitán, el hombre que fue un pueblo, seguro presidente de la República para el período 1950-1954, cayó asesinado por las balas recalzadas de un viejo revólver 32 corto que milagrosamente no estalló en la mano agresora cuando oprimió el gatillo.
La noticia corrió como pólvora en la fría capital de la república. Poco después, el cuerpo del asesino, Juan Roa Sierra, fue arrastrado hacia el palacio presidencial; lo desnudaron en el camino y lo convirtieron en piltrafa. Los gaitanistas no querían nada que lo identificara con ellos; el asesino era “el otro”, el enemigo. Era necesario reducirlo a la expresión más miserable; acribillarlo a manos múltiples para extirparle su condición humana. Dos corbatas al cuello, las únicas prendas sobre su cadáver, permanecieron finalmente como testimonio postrero de su linchamiento.
La marcha al palacio, fugazmente tímida, fue detenida ante la puerta por los nerviosos disparos de la guardia cuando el presidente Mariano Ospina Pérez entraba providencialmente por otro costado. La noticia empezó a oírse por la radio y la pérdida del líder se convirtió en furia incontenible contra el orden jerárquico que los amotinados sentían como yugo. Se colmaron las calles, y mientras unos corrían a empapar sus pañuelos con la sangre de Gaitán, otros volaban a propagar noticias ilusorias: “Invadimos el palacio”, decían; “Ya Ospina y Estrada Monsalve pagaron sus crímenes”, repetían; “Colgamos a Laureano”, y celebraban. No sólo prendían fuego a los edificios del Gobierno, a la prensa conservadora, al tranvía o a los carros, desatando su odio institucional y sus fugaces resentimientos de clase. También ardía el deseo reprimido de venganza y el anhelo por arrasar con todo aquello que significara poder. Sin embargo, exigían ante todo una explicación por el hecho y demostraban con la espontaneidad de su furia la ausencia de organización y líderes. Profesores y estudiantes de la Universidad Nacional se tomaron la radiodifusora y propagaron los amotinamientos por el país entero.
Mientras tanto, cuando la masa popular arrastraba el cadáver de Roa Sierra hasta el palacio presidencial y amenazaba con irrumpir en él, la guardia disparó y obligó al retroceso de los manifestantes. Algunos policías entregaron las armas y otros se sublevaron. Simpatizantes de Gaitán llegaron al centro de la ciudad y produjeron los primeros saqueos y asaltos a edificios públicos. Se inició un segundo intento de marchar al palacio, pero la guardia presidencial lo dispersó de nuevo. Un tercer intento fue respondido por la tropa sin vacilaciones hasta el arribo de los tanques. La gente creyó que el ejército se tomaría el poder y les abrió paso. A la cabeza de ellos marchaba el capitán Serpa, hijo de un conocido gaitanista santandereano. Sin saberse cómo, el hombre cayó y los tanques apuntaron a la multitud confundida. El 9 de abril se cerró con una masacre que se extendió de Bogotá a numerosas ciudades y poblaciones de una Colombia ya martirizada.
No se sabe en qué momento la masa desconcertada trastrocó sus consignas políticas ya efímeras en ansias de licor, caos y robo. Tal vez la ausencia del mismo Gaitán lo explique en parte: sin él no había futuro y, por consiguiente, tampoco debería existir pasado. Por eso, antes que el poder, el objetivo de la masa pasó a ser el “invertir lo conocido”, “destruir lo respetable”, como un autor, Herbert Braun, lo describe con lujo de detalles.
Antes del anochecer, los tanques y camiones del ejército controlaban el centro de la ciudad, las incendiarias emisiones radiales se acallaron y las solidarias divisiones de policía se desmovilizaron poco a poco. Mientras los notables del liberalismo buscaban el diálogo con Ospina Pérez, las masas no encontraron rumbo a sus pasiones. Ya no se ahorcaba a Laureano, se ahogaba en alcohol de lujo la pena por la pérdida del jefe; ya no se organizaba nada, se actuaba con la anarquía desesperada de una oportunidad que fenece pronto sin ser aprovechada; ya no se pensaba en transformar el orden, ni siquiera en destruirlo. Cuando se desenfrenó el hurto para suplir la necesidad inmediata del mañana, se volvió a pensar en aceptarlo inexorablemente. A diferencia del 20 de julio, no hubo un Carbonell que hiciera regresar a las masas a la plaza para reclamar cabildo abierto con la serenidad segura de una nueva historia. Los vientos, augurios y desventuras de las épocas eran también distintos. No fue el destino: lo que la historia deparaba fue lo acontecido.
Sobre la autoría del asesinato de Gaitán, muchas hipótesis se han tejido desde el momento mismo de su ocurrencia. La hija del inmolado acusa a la CIA; sin embargo, importantes piezas del Archivo Nacional de Estados Unidos que personalmente he consultado muestran que para el poder del norte Gaitán podía ser “ambicioso, demagogo y oportunista”, pero era más confiable que Laureano Gómez[1]. El Gobierno conservador acusó al comunismo e incluso a la propia Unión Soviética; pero una investigación posterior del FBI, que puede consultarse en el National Security Archive de la George Washington University, es fehaciente en negar tan amañada conjetura. Los liberales, en cambio, responsabilizaron al Gobierno con el cual corrieron algunos a congraciarse; empero, Ospina mismo estuvo en peligro por la coincidencia de su llegada a Palacio con las masas que linchaban al homicida y se ha comprobado que licenció tropa en servicio obligatorio para la fecha, porque los mismos militares le aseguraron absoluta tranquilidad para el desarrollo de la Conferencia Panamericana.
No se sabe, entonces, con certeza si hubo alguien o alguna organización que ordenara el asesinato de Gaitán. En cambio, la historia sí señala una enorme masacre y la constata. Pero, lastimosamente, durante muchos años no se guardó un solo reconocimiento a las víctimas, hasta que en el Cementerio Central se descorrió la triste tumba común de quienes acompañaron desde los columbarios a Gaitán en su cita con la muerte, y se dio paso después al “Centro Bicentenario: Memoria, Paz y Reconciliación”. Pero, aun así, la historiografía oficial y alguna otra sectaria los señala todavía como delincuentes, “nueveabrileños”, incendiarios, borrachos y “chusmeros”.
Una importante manera de construir paz en Colombia podría proponerse, para este hecho y por siempre, el recuerdo honorable de todos los caídos, sin distingos.
* Rector, Universidad Pedagógica Nacional.
[1] The National Archives, Documentos del Departamento de Estado, NND802116, Confidential Biographic Data. Informe 589 a 821 y ss.
El 9 de abril de 1948, pocos minutos después de la una de la tarde, Jorge Eliécer Gaitán, el hombre que fue un pueblo, seguro presidente de la República para el período 1950-1954, cayó asesinado por las balas recalzadas de un viejo revólver 32 corto que milagrosamente no estalló en la mano agresora cuando oprimió el gatillo.
La noticia corrió como pólvora en la fría capital de la república. Poco después, el cuerpo del asesino, Juan Roa Sierra, fue arrastrado hacia el palacio presidencial; lo desnudaron en el camino y lo convirtieron en piltrafa. Los gaitanistas no querían nada que lo identificara con ellos; el asesino era “el otro”, el enemigo. Era necesario reducirlo a la expresión más miserable; acribillarlo a manos múltiples para extirparle su condición humana. Dos corbatas al cuello, las únicas prendas sobre su cadáver, permanecieron finalmente como testimonio postrero de su linchamiento.
La marcha al palacio, fugazmente tímida, fue detenida ante la puerta por los nerviosos disparos de la guardia cuando el presidente Mariano Ospina Pérez entraba providencialmente por otro costado. La noticia empezó a oírse por la radio y la pérdida del líder se convirtió en furia incontenible contra el orden jerárquico que los amotinados sentían como yugo. Se colmaron las calles, y mientras unos corrían a empapar sus pañuelos con la sangre de Gaitán, otros volaban a propagar noticias ilusorias: “Invadimos el palacio”, decían; “Ya Ospina y Estrada Monsalve pagaron sus crímenes”, repetían; “Colgamos a Laureano”, y celebraban. No sólo prendían fuego a los edificios del Gobierno, a la prensa conservadora, al tranvía o a los carros, desatando su odio institucional y sus fugaces resentimientos de clase. También ardía el deseo reprimido de venganza y el anhelo por arrasar con todo aquello que significara poder. Sin embargo, exigían ante todo una explicación por el hecho y demostraban con la espontaneidad de su furia la ausencia de organización y líderes. Profesores y estudiantes de la Universidad Nacional se tomaron la radiodifusora y propagaron los amotinamientos por el país entero.
Mientras tanto, cuando la masa popular arrastraba el cadáver de Roa Sierra hasta el palacio presidencial y amenazaba con irrumpir en él, la guardia disparó y obligó al retroceso de los manifestantes. Algunos policías entregaron las armas y otros se sublevaron. Simpatizantes de Gaitán llegaron al centro de la ciudad y produjeron los primeros saqueos y asaltos a edificios públicos. Se inició un segundo intento de marchar al palacio, pero la guardia presidencial lo dispersó de nuevo. Un tercer intento fue respondido por la tropa sin vacilaciones hasta el arribo de los tanques. La gente creyó que el ejército se tomaría el poder y les abrió paso. A la cabeza de ellos marchaba el capitán Serpa, hijo de un conocido gaitanista santandereano. Sin saberse cómo, el hombre cayó y los tanques apuntaron a la multitud confundida. El 9 de abril se cerró con una masacre que se extendió de Bogotá a numerosas ciudades y poblaciones de una Colombia ya martirizada.
No se sabe en qué momento la masa desconcertada trastrocó sus consignas políticas ya efímeras en ansias de licor, caos y robo. Tal vez la ausencia del mismo Gaitán lo explique en parte: sin él no había futuro y, por consiguiente, tampoco debería existir pasado. Por eso, antes que el poder, el objetivo de la masa pasó a ser el “invertir lo conocido”, “destruir lo respetable”, como un autor, Herbert Braun, lo describe con lujo de detalles.
Antes del anochecer, los tanques y camiones del ejército controlaban el centro de la ciudad, las incendiarias emisiones radiales se acallaron y las solidarias divisiones de policía se desmovilizaron poco a poco. Mientras los notables del liberalismo buscaban el diálogo con Ospina Pérez, las masas no encontraron rumbo a sus pasiones. Ya no se ahorcaba a Laureano, se ahogaba en alcohol de lujo la pena por la pérdida del jefe; ya no se organizaba nada, se actuaba con la anarquía desesperada de una oportunidad que fenece pronto sin ser aprovechada; ya no se pensaba en transformar el orden, ni siquiera en destruirlo. Cuando se desenfrenó el hurto para suplir la necesidad inmediata del mañana, se volvió a pensar en aceptarlo inexorablemente. A diferencia del 20 de julio, no hubo un Carbonell que hiciera regresar a las masas a la plaza para reclamar cabildo abierto con la serenidad segura de una nueva historia. Los vientos, augurios y desventuras de las épocas eran también distintos. No fue el destino: lo que la historia deparaba fue lo acontecido.
Sobre la autoría del asesinato de Gaitán, muchas hipótesis se han tejido desde el momento mismo de su ocurrencia. La hija del inmolado acusa a la CIA; sin embargo, importantes piezas del Archivo Nacional de Estados Unidos que personalmente he consultado muestran que para el poder del norte Gaitán podía ser “ambicioso, demagogo y oportunista”, pero era más confiable que Laureano Gómez[1]. El Gobierno conservador acusó al comunismo e incluso a la propia Unión Soviética; pero una investigación posterior del FBI, que puede consultarse en el National Security Archive de la George Washington University, es fehaciente en negar tan amañada conjetura. Los liberales, en cambio, responsabilizaron al Gobierno con el cual corrieron algunos a congraciarse; empero, Ospina mismo estuvo en peligro por la coincidencia de su llegada a Palacio con las masas que linchaban al homicida y se ha comprobado que licenció tropa en servicio obligatorio para la fecha, porque los mismos militares le aseguraron absoluta tranquilidad para el desarrollo de la Conferencia Panamericana.
No se sabe, entonces, con certeza si hubo alguien o alguna organización que ordenara el asesinato de Gaitán. En cambio, la historia sí señala una enorme masacre y la constata. Pero, lastimosamente, durante muchos años no se guardó un solo reconocimiento a las víctimas, hasta que en el Cementerio Central se descorrió la triste tumba común de quienes acompañaron desde los columbarios a Gaitán en su cita con la muerte, y se dio paso después al “Centro Bicentenario: Memoria, Paz y Reconciliación”. Pero, aun así, la historiografía oficial y alguna otra sectaria los señala todavía como delincuentes, “nueveabrileños”, incendiarios, borrachos y “chusmeros”.
Una importante manera de construir paz en Colombia podría proponerse, para este hecho y por siempre, el recuerdo honorable de todos los caídos, sin distingos.
* Rector, Universidad Pedagógica Nacional.
[1] The National Archives, Documentos del Departamento de Estado, NND802116, Confidential Biographic Data. Informe 589 a 821 y ss.