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La Guerra de Indochina se inició cuando las aspiraciones coloniales de Francia cedieron ante los intereses de Estados Unidos en los años cincuenta del siglo XX. Para entonces, el emperador de Vietnam, Bao Dai, fue derrocado por Ngo Dinh Diem y Van Minh, grandes productores y comerciantes de opio.
A instancias de la CIA, los hombres de Diem empezaron a utilizar aviones norteamericanos para transportar armas y suministros en apoyo a las fuerzas del Kuomintang que enfrentaban a la revolución comunista en China. Las operaciones de regreso se utilizaron para cargar las aeronaves con opio, a la vista de todo el mundo, para financiar la naciente guerra en Laos y Camboya. Las compañías aéreas fueron popularmente bautizadas como "Air Opium". Algo similar a lo que ocurrió durante los ochenta en Centroamérica, cuando la CIA financió a la contra nicaragüense con la droga de narcos colombianos y mexicanos.
En medio del terror y de la corrupción, Diem soportó la lenta pero efectiva construcción de un movimiento inspirado en la guerra de guerrillas: el Vietcong. Los monjes budistas, aterrorizados por la descomposición e incompetencia del régimen, fueron los mejores propagandistas de la oposición: se quemaban vivos en protesta por la represión e inmoralidad del gobierno que Estados Unidos sostenía.
Consciente del problema, John F. Kennedy ordenó en 1963 detener los vuelos del opio y derrocar a Diem con un aliado militar budista, Nguyen Van Thieu. No obstante, asesinado Kennedy, los dirigentes en Vietnam del Sur volvieron al lucrativo negocio e importaron químicos de Hong Kong para transformar el opio en heroína. El radical viraje fue aceptado a regañadientes por los americanos. Perseguir la heroína implicaba enfrentar a sus aliados y, en plena Guerra Fría, bajo el peligro del “efecto dominó”, cualquier cosa era preferible a la instauración de un nuevo régimen comunista en Asia.
No obstante, fueron los soldados quienes empezaron a implicarse en el problema como consumidores y, de paso, a perder la guerra contra el Vietcong. Estados Unidos incrementó entonces su presencia por decisión de Lyndon Johnson. Pero ningún ejército del mundo podía apuntalar a un gobierno corrupto hasta la médula, con un servicio secreto que funcionaba como hampa organizada de narcotraficantes y un pueblo indignado por los bombardeos con napalm.
A finales de 1965, Estados Unidos poseía más de 100.000 efectivos en Vietnam y destinaba 1.000 millones de dólares adicionales como ayuda. Sin embargo, la guerra no se definía. Se convirtió, por el contrario, en un conflicto sangriento y prolongado que llevó a los desesperados soldados americanos al consumo masivo del opio y la heroína. La respuesta institucional frente al fenómeno no fue tampoco la más adecuada. En un principio se intentó rotar a los oficiales y luego se decidió, oficialmente, entregar marihuana a los soldados para alejarlos de drogas más nocivas.
La necesidad de incrementar el presupuesto y el personal destinado a Vietnam creció con el número de cadáveres procedentes del sureste asiático. De 4.000 soldados norteamericanos asignados a Vietnam en 1962, se pasó a casi 500.000 en 1967. La llamada Ofensiva del Tet, con la toma de 38 de las 52 capitales de Vietnam del Sur y el asalto a la propia embajada americana en Saigón, quebró la campaña de ilusiones estadounidenses y colapsó la moral y disciplina de la tropa.
En 1968, el sesenta por ciento de los soldados en Vietnam consumía marihuana y un porcentaje suplementario, heroína. Hombres armados y drogados empezaron a atacar en forma indiscriminada a la población civil. El enemigo vietnamita se las ingenió también para afectar a las tropas norteamericanas y les brindó droga en exceso. Las cantidades fueron suficientes para una exportación intensiva: las bolsas y ataúdes con los cadáveres de los soldados muertos en servicio, empezaron a traer heroína a las ciudades de Estados Unidos. Frank Lucas, un mafioso de Harlem cuya vida y carrera fue llevada al cine bajo la dirección de Ridley Scott, sólo fue capturado y procesado en Nueva Jersey cuando la Guerra de Vietnam vislumbraba su ocaso irremediable.
El ejército y la CIA tomaron la decisión de no interferir aquella red de narcotraficantes. Frente a los reclamos del Congreso, los militares restaron importancia al asunto con el argumento adicional de que el consumo ayudaba a soportar las tensiones de la guerra. No faltó el médico que, con la misma lógica de los generales, aprobara el consumo. La preocupación llevó a impulsar aún más la preferencia por la marihuana frente a la heroína y a forzar una estadía de los soldados en bases americanas europeas, antes de su repatriación definitiva. La consecuencia, según algunos autores, fue peor. Por esta vía, el comercio del hachís y la heroína se propagó en Alemania y Europa.
Los bombardeos masivos e indiscriminados contra ciudades enteras como Hanói, el uso de agentes químicos contra la vegetación y la población, las masacres y crueldades de una guerra retransmitida por primera vez en los medios de comunicación, generaron rechazo en una juventud cuyos padres habían vivido el sobresalto de Pearl Harbor y el horror de la Segunda Guerra Mundial. Al lado de miles de soldados repatriados, la juventud estadounidense optó también por la generalización del consumo como repudio a la guerra. El movimiento hippie fue una de las tendencias más acogidas por una mocedad que odiaba la violencia, que temía ser enlistada, y que prefería abstraerse en el rock psicodélico, la revolución sexual, la marihuana y el LSD. Iniciado en California, el movimiento se extendió hacia el este del país y se convirtió en propulsor, sin proponérselo, de la marihuana de origen mexicano. El “verano del amor” en 1967, fue el preludio del jamás olvidado festival de Woodstock en 1969.
La impotencia frente a Vietnam buscó en la droga la atenuación de la rabia y el dolor. La rentabilidad que arrojaba el comercio de la droga impulsó una mafia heredada del tráfico de licor, de los juegos clandestinos y del dominio callejero que, con raíces sicilianas, experiencia en Chicago y contactos con los recientes exiliados cubanos, buscó en México y luego en Colombia y Suramérica el producto necesario para surtir su mercado. El paso de la marihuana hacia la cocaína ocurrió bastante rápido.
Resulta sorprendente e inconcebible que un viejo problema, surgido gracias a una guerra, pretenda continuar y propiciar otras persiguiendo la producción aquí, sin importar los daños ambientales que puedan generarse, mientras no se combate en debida forma allá, donde el consumo lo alienta y otras cuentas bancarias se nutren.
1El tema ha sido abordado por el autor en otros textos. Entre ellos: “Seguridad democrática y política antidrogas”, 2009. Et. al.
* Rector, Universidad Pedagógica Nacional.