Se puede empezar con huevos, pitos y palos
En 1930, en Alemania, los nazis obtuvieron el 18% de los votos y se convirtieron en el segundo partido del Reichstag, ampliamente aventajados por los socialistas. No obstante, para alcanzar el poder con Franz von Papen, la aristocracia prusiana autorizó la existencia de cuerpos paramilitares al servicio exclusivo del partido de Hitler y cerró los ojos ante el cuervo que creaba. La tarea de tales grupos, hacia 1932, fue concreta: hicieron presencia en los mítines políticos de otros partidos para sabotearlos; arremetieron con huevos, pitos y palos contra candidatos opuestos; atacaron especialmente a los comunistas bajo la acusación de que a ellos y los sindicatos se debía el declive de Alemania, su derrota en la Primera Guerra y la afrenta recibida con el arbitrario Tratado de Versalles. Así empezaron a ganar confianza en la derecha parlamentaria y obtuvieron el respaldo de la policía.
Para las elecciones de 1933, que Hitler pidió celebrar, los nazis contaron con el apoyo de la policía para incrementar sus ataques. El acto solitario de un holandés mentalmente perturbado que incendió el edificio del Reichstagh fue aprovechado para inculpar a los comunistas y establecer un estado de excepción contra todos los partidos de izquierda y su prensa. De los huevos y los pitos se pasó a la cárcel, la tortura y en algunos casos la muerte. No solo se persiguió a los comunistas; también a los socialistas y se empezó a atacar a los judíos.
Si bien los nazis se convirtieron en el partido más votado, solo alcanzaron el 43 % de los sufragios y necesitaron del apoyo más conservador para garantizar la mayoría. El Reich envió una fortalecida policía secreta para asegurar en las regiones el exterminio de comunistas y socialistas, y recibió el apoyo de la Iglesia católica para obtener con sus parlamentarios una ley habilitante que le permitió a Hitler gobernar sin oposición alguna.
Antes de iniciar 1934, los comunistas estaban muertos o en la cárcel; el partido socialista, liquidado; los sindicatos, suprimidos; los dirigentes nacionalistas, en fuga y el partido católico, también disuelto. En solo cuatro meses, el Nazi se proclamó como el único partido político de Alemania.
La policía secreta se reemplazó por un ejército profesional que, con Hitler como Führer, aseguró toda la oficialidad para los nazis y arremetió contra cualquier asomo de interferencia o queja frente a sus decisiones. En pocos meses existía ya un centenar de campos de internamiento para los opositores, se expulsó a los judíos de la administración estatal y se dictaron leyes que los convertía en ciudadanos de segunda categoría y que prohibían, entre otros actos, el matrimonio interracial.
Vino tras ello la violencia antisemita, los pogrom, la “Noche de los cristales rotos”, la persecución contra profesores, científicos y artistas demócratas, la depuración de las bibliotecas, el exterminio de gitanos y homosexuales, de testigos de Jehová y de todos los discapacitados, enfermos mentales e incurables, en el más craso totalitarismo. Se ocupó Austria, se destruyó y se sometió a Checoeslovaquia; se dividió a Polonia y se inició la Segunda Guerra Mundial. La aniquilación llegó, entonces, contra los prisioneros o pobladores de ciudades invadidas. En el barranco de Babi Yar, junto a Kiev, en Ucrania, en solo dos días, se eliminó a 35.000 soviéticos. Supuestamente, “eran todos comunistas”. La masacre de Aktion Erntefest, el nombre en clave de una operación alemana ordenada en el distrito de Lublin, en la ocupada Polonia, la superó con 43.000 judíos exterminados. Esta cifra, a su vez, fue despuntada en Odessa, a quien el poeta Aleksandr Pushkin consideró “la más europea de las ciudades rusas”: en los primeros meses de ocupación, 280.000 personas fueron asesinadas o deportadas.
El pastor Martin Niemöller describió lo sucedido en aquellos años con un breve poema que siempre se atribuye a Bertolt Brech pero que en realidad le pertenece: “Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista. Cuando vinieron a buscar a los judíos, no pronuncié palabra, porque yo no era judío. Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí, no había nadie más que pudiera protestar”.
En la guerra, como en el amor, se sabe dónde se empieza, pero no en dónde se termina. La relación entre votos y violencia ya la conoce Colombia; la ha vivido. Fue en parte la historia del siglo XIX, de la Guerra de los Mil Días, de las masacres en la Hegemonía Conservadora y de la República Liberal. Muchas disputas electorales a punta de huevos, pitos y palos terminaron en guerra. O en masacres, como cuando asesinaron a Gaitán y sobrevino el Bogotazo, o cuando emplearon a los famosos “pájaros” y “chulavitas” para arrebatar cédulas y exterminar electores. Fue el inicio de una aguda Violencia de la cual no logramos reponernos definitivamente. En la historia reciente, todo un partido fue sometido al genocidio y continúa todavía el asesinato inclemente de líderes sociales. En una horrenda paradoja histórica respecto de los desmanes nazis, Colombia ha asistido a una seguidilla de masacres perpetradas, precisamente, bajo el amparo del discurso de la aniquilación de comunistas y auxiliadores de las guerrillas, que en verdad resultaron ser en su mayoría inermes campesinos.
Este ciclo no puede ni debe repetirse. No podemos permitir la caída en un círculo vicioso. Alimentarlo va contra la vida de generaciones que apenas gatean o balbucean palabras. Se estimula la adrenalina empleando huevos, pitos y palos contra un candidato opuesto para obtener adeptos en algunas elecciones, pero se puede terminar en una nueva guerra. Si se atenta contra las sedes de otros, se estropea la posibilidad de una democracia tolerante y se alienta el totalitarismo.
No hay que jugar con fuego. La historia es tozuda cuando nos muestra sus hechos. La disputa por los votos hay que adelantarla con programas, no con huevos, pitos y palos. Menos aún promoviendo el miedo.
* Rector, Universidad Pedagógica Nacional.
En 1930, en Alemania, los nazis obtuvieron el 18% de los votos y se convirtieron en el segundo partido del Reichstag, ampliamente aventajados por los socialistas. No obstante, para alcanzar el poder con Franz von Papen, la aristocracia prusiana autorizó la existencia de cuerpos paramilitares al servicio exclusivo del partido de Hitler y cerró los ojos ante el cuervo que creaba. La tarea de tales grupos, hacia 1932, fue concreta: hicieron presencia en los mítines políticos de otros partidos para sabotearlos; arremetieron con huevos, pitos y palos contra candidatos opuestos; atacaron especialmente a los comunistas bajo la acusación de que a ellos y los sindicatos se debía el declive de Alemania, su derrota en la Primera Guerra y la afrenta recibida con el arbitrario Tratado de Versalles. Así empezaron a ganar confianza en la derecha parlamentaria y obtuvieron el respaldo de la policía.
Para las elecciones de 1933, que Hitler pidió celebrar, los nazis contaron con el apoyo de la policía para incrementar sus ataques. El acto solitario de un holandés mentalmente perturbado que incendió el edificio del Reichstagh fue aprovechado para inculpar a los comunistas y establecer un estado de excepción contra todos los partidos de izquierda y su prensa. De los huevos y los pitos se pasó a la cárcel, la tortura y en algunos casos la muerte. No solo se persiguió a los comunistas; también a los socialistas y se empezó a atacar a los judíos.
Si bien los nazis se convirtieron en el partido más votado, solo alcanzaron el 43 % de los sufragios y necesitaron del apoyo más conservador para garantizar la mayoría. El Reich envió una fortalecida policía secreta para asegurar en las regiones el exterminio de comunistas y socialistas, y recibió el apoyo de la Iglesia católica para obtener con sus parlamentarios una ley habilitante que le permitió a Hitler gobernar sin oposición alguna.
Antes de iniciar 1934, los comunistas estaban muertos o en la cárcel; el partido socialista, liquidado; los sindicatos, suprimidos; los dirigentes nacionalistas, en fuga y el partido católico, también disuelto. En solo cuatro meses, el Nazi se proclamó como el único partido político de Alemania.
La policía secreta se reemplazó por un ejército profesional que, con Hitler como Führer, aseguró toda la oficialidad para los nazis y arremetió contra cualquier asomo de interferencia o queja frente a sus decisiones. En pocos meses existía ya un centenar de campos de internamiento para los opositores, se expulsó a los judíos de la administración estatal y se dictaron leyes que los convertía en ciudadanos de segunda categoría y que prohibían, entre otros actos, el matrimonio interracial.
Vino tras ello la violencia antisemita, los pogrom, la “Noche de los cristales rotos”, la persecución contra profesores, científicos y artistas demócratas, la depuración de las bibliotecas, el exterminio de gitanos y homosexuales, de testigos de Jehová y de todos los discapacitados, enfermos mentales e incurables, en el más craso totalitarismo. Se ocupó Austria, se destruyó y se sometió a Checoeslovaquia; se dividió a Polonia y se inició la Segunda Guerra Mundial. La aniquilación llegó, entonces, contra los prisioneros o pobladores de ciudades invadidas. En el barranco de Babi Yar, junto a Kiev, en Ucrania, en solo dos días, se eliminó a 35.000 soviéticos. Supuestamente, “eran todos comunistas”. La masacre de Aktion Erntefest, el nombre en clave de una operación alemana ordenada en el distrito de Lublin, en la ocupada Polonia, la superó con 43.000 judíos exterminados. Esta cifra, a su vez, fue despuntada en Odessa, a quien el poeta Aleksandr Pushkin consideró “la más europea de las ciudades rusas”: en los primeros meses de ocupación, 280.000 personas fueron asesinadas o deportadas.
El pastor Martin Niemöller describió lo sucedido en aquellos años con un breve poema que siempre se atribuye a Bertolt Brech pero que en realidad le pertenece: “Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista. Cuando vinieron a buscar a los judíos, no pronuncié palabra, porque yo no era judío. Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí, no había nadie más que pudiera protestar”.
En la guerra, como en el amor, se sabe dónde se empieza, pero no en dónde se termina. La relación entre votos y violencia ya la conoce Colombia; la ha vivido. Fue en parte la historia del siglo XIX, de la Guerra de los Mil Días, de las masacres en la Hegemonía Conservadora y de la República Liberal. Muchas disputas electorales a punta de huevos, pitos y palos terminaron en guerra. O en masacres, como cuando asesinaron a Gaitán y sobrevino el Bogotazo, o cuando emplearon a los famosos “pájaros” y “chulavitas” para arrebatar cédulas y exterminar electores. Fue el inicio de una aguda Violencia de la cual no logramos reponernos definitivamente. En la historia reciente, todo un partido fue sometido al genocidio y continúa todavía el asesinato inclemente de líderes sociales. En una horrenda paradoja histórica respecto de los desmanes nazis, Colombia ha asistido a una seguidilla de masacres perpetradas, precisamente, bajo el amparo del discurso de la aniquilación de comunistas y auxiliadores de las guerrillas, que en verdad resultaron ser en su mayoría inermes campesinos.
Este ciclo no puede ni debe repetirse. No podemos permitir la caída en un círculo vicioso. Alimentarlo va contra la vida de generaciones que apenas gatean o balbucean palabras. Se estimula la adrenalina empleando huevos, pitos y palos contra un candidato opuesto para obtener adeptos en algunas elecciones, pero se puede terminar en una nueva guerra. Si se atenta contra las sedes de otros, se estropea la posibilidad de una democracia tolerante y se alienta el totalitarismo.
No hay que jugar con fuego. La historia es tozuda cuando nos muestra sus hechos. La disputa por los votos hay que adelantarla con programas, no con huevos, pitos y palos. Menos aún promoviendo el miedo.
* Rector, Universidad Pedagógica Nacional.