En los estudios de identidad y nacionalismo, uno de los trabajos más influyentes de las últimas décadas es el libro El nacionalismo banal (1995), de Michael Billig. El autor se refiere con ese término a la representación diaria de la nación y la construcción cotidiana del sentido de pertenencia e identidad. En su análisis, la comida es una de las dimensiones donde se reproduce la nación.
Barranquilla, como ciudad nueva —en 1851 era un caserío de escasos 6.114 habitantes—, se forjó con las oleadas de inmigrantes venidos del exterior y de otras zonas del país. Obras como la de la barranquillera Betty Kovalski Mekler, quien publicó un libro de recetas titulado Cocina de inmigrantes (2009), rinden homenaje a esas múltiples influencias. Kovalski plasma en su libro lo que aprendió de su abuela Brandla Ackerman de Mekler, inmigrante polaca llegada a Barranquilla a comienzos del siglo XX.
La autora cita los recuerdos de Pedro María Revollo en su primer viaje a Barranquilla, en 1875, cuando la ciudad apenas empezaba a recibir el torrente de inmigrantes, el mismo que hizo que entre 1870 y 1930 fuera la ciudad de mayor crecimiento demográfico y económico en Colombia: “… arepitas fritas, carimañolas y buñuelos de fríjol… butifarras de Soledad… jaleas de tamarindo traídas de Sabanalarga, las conservitas de distintas frutas traídas de la Ciénaga, envueltas en hoja de bijao…”.
En el siglo XX llegarían los aportes de las cocinas de Europa y Asia. Recuerdo que cuando era un niño, veníamos a Barranquilla desde Cartagena y solía acompañar a mi padre a comprar productos de salsamentaria donde un alemán, tal vez Josef Scheuerman, propietario de la Salsamentaria Boston. Luego mi padre iba a una panadería donde compraba pan, entre otros, pumpernickel.
A fines de los años 50, en el restaurante Mediterráneo, de un griego de apellido Stathopoulos, el arroz con pollo era mi plato favorito. También era de un griego la Heladería Americana, donde se ofrecían platos típicos de ese país; pero el más famoso era el restaurante Brandes, de la alemana Erna Brandes.
Cuando regresé a vivir en Barranquilla, a comienzos de la década de 1990, descubrí la influencia de las cocinas francesa, italiana y árabe en la cocina local. Destaco el delicatessen Delicioso, de Susy Caridi de Hane, de origen judío sefardita-turco. Allí probé por primera vez el garato, que es hoy uno de mis platos favoritos de la cocina barranquillera. Se trata de unas lajas de pescado sierra wahoo marinadas durante muchas horas que se comen luego con aceite de oliva. Por supuesto, me familiaricé con los múltiples restaurantes de comida árabe, reflejo de que el mayor número de inmigrantes de ese origen que llegaron a Colombia se radicaron en Barranquilla. También hay excelentes restaurantes italianos, otra corriente de inmigrantes que han aportado a la ciudad desde el siglo XIX.
En el corazón de la cocina barranquillera se encuentra el aporte de los inmigrantes del resto de la costa Caribe que trajeron el mote de ñame con queso de las sabanas del antiguo Bolívar y el sancocho de guandú. El que sí parece ser completamente autóctono es el arroz con lisa. Claro que ni tan completamente autónomo, pues el arroz es del Asia y lo trajeron los españoles.
Pero si alguien quiere ir al mejor restaurante francés de Colombia, el sitio obligado es Steak House, fundado en 1960 por el chef Ernest Reiss van Leuven, que ya va por la tercera generación. Su steak pimienta con papas fritas es de lo mejor de esa cocina de inmigrantes que es el fogón barranquillero.
En los estudios de identidad y nacionalismo, uno de los trabajos más influyentes de las últimas décadas es el libro El nacionalismo banal (1995), de Michael Billig. El autor se refiere con ese término a la representación diaria de la nación y la construcción cotidiana del sentido de pertenencia e identidad. En su análisis, la comida es una de las dimensiones donde se reproduce la nación.
Barranquilla, como ciudad nueva —en 1851 era un caserío de escasos 6.114 habitantes—, se forjó con las oleadas de inmigrantes venidos del exterior y de otras zonas del país. Obras como la de la barranquillera Betty Kovalski Mekler, quien publicó un libro de recetas titulado Cocina de inmigrantes (2009), rinden homenaje a esas múltiples influencias. Kovalski plasma en su libro lo que aprendió de su abuela Brandla Ackerman de Mekler, inmigrante polaca llegada a Barranquilla a comienzos del siglo XX.
La autora cita los recuerdos de Pedro María Revollo en su primer viaje a Barranquilla, en 1875, cuando la ciudad apenas empezaba a recibir el torrente de inmigrantes, el mismo que hizo que entre 1870 y 1930 fuera la ciudad de mayor crecimiento demográfico y económico en Colombia: “… arepitas fritas, carimañolas y buñuelos de fríjol… butifarras de Soledad… jaleas de tamarindo traídas de Sabanalarga, las conservitas de distintas frutas traídas de la Ciénaga, envueltas en hoja de bijao…”.
En el siglo XX llegarían los aportes de las cocinas de Europa y Asia. Recuerdo que cuando era un niño, veníamos a Barranquilla desde Cartagena y solía acompañar a mi padre a comprar productos de salsamentaria donde un alemán, tal vez Josef Scheuerman, propietario de la Salsamentaria Boston. Luego mi padre iba a una panadería donde compraba pan, entre otros, pumpernickel.
A fines de los años 50, en el restaurante Mediterráneo, de un griego de apellido Stathopoulos, el arroz con pollo era mi plato favorito. También era de un griego la Heladería Americana, donde se ofrecían platos típicos de ese país; pero el más famoso era el restaurante Brandes, de la alemana Erna Brandes.
Cuando regresé a vivir en Barranquilla, a comienzos de la década de 1990, descubrí la influencia de las cocinas francesa, italiana y árabe en la cocina local. Destaco el delicatessen Delicioso, de Susy Caridi de Hane, de origen judío sefardita-turco. Allí probé por primera vez el garato, que es hoy uno de mis platos favoritos de la cocina barranquillera. Se trata de unas lajas de pescado sierra wahoo marinadas durante muchas horas que se comen luego con aceite de oliva. Por supuesto, me familiaricé con los múltiples restaurantes de comida árabe, reflejo de que el mayor número de inmigrantes de ese origen que llegaron a Colombia se radicaron en Barranquilla. También hay excelentes restaurantes italianos, otra corriente de inmigrantes que han aportado a la ciudad desde el siglo XIX.
En el corazón de la cocina barranquillera se encuentra el aporte de los inmigrantes del resto de la costa Caribe que trajeron el mote de ñame con queso de las sabanas del antiguo Bolívar y el sancocho de guandú. El que sí parece ser completamente autóctono es el arroz con lisa. Claro que ni tan completamente autónomo, pues el arroz es del Asia y lo trajeron los españoles.
Pero si alguien quiere ir al mejor restaurante francés de Colombia, el sitio obligado es Steak House, fundado en 1960 por el chef Ernest Reiss van Leuven, que ya va por la tercera generación. Su steak pimienta con papas fritas es de lo mejor de esa cocina de inmigrantes que es el fogón barranquillero.