La crisis propiciada por el COVID-19 ha puesto de presente las profundas desigualdades que hay en nuestro país. Pero también le está pasando una cuenta de cobro a la soberbia de los poderosos. Este virus no discrimina condiciones de vida, como el cólera, ni regiones, como la malaria. Es tan contagioso que de manera muy rápida se esparce en toda la sociedad. Todos estamos juntos en el mismo barco. Paradójicamente, quienes han sido tolerantes con la corrupción, esos que se han robado los almuerzos de los niños pobres y los recursos de la salud de los más vulnerables, hoy ven sus vidas amenazadas por las consecuencias de esa práctica nociva para el desarrollo.
La desigualdad económica regional en Colombia es una de las más altas del mundo. Peor aún, no se está reduciendo, como lo muestran una y otra vez los economistas que estudian este tema. Tampoco tenemos políticas nacionales dirigidas a reducir esas brechas.
Parodiando las palabras del general Santander: Chocó no es Cundinamarca. Y en materia de salud eso sí que es cierto. La periferia colombiana, Pacífico y Caribe, está muy por debajo del resto del país en infraestructura de salud pública. No obstante, el Gobierno nacional y también los locales insisten en invertir una y otra vez en proyectos que a ojos de todos son elefantes blancos: es decir, con una rentabilidad económica y social negativa. Los ejemplos abundan.
De acuerdo con cálculos de la economista Sandra Rodríguez, realizados hace dos años para el proyecto Casa Grande Caribe, las inversiones costarían 1.300 millones de dólares para llevar la infraestructura de salud pública en los siete departamentos de la costa Caribe al nivel promedio del país en esa materia. Esa cifra es para la construcción, dotación y mantenimiento de unidades prestadoras de salud de primer nivel y para la construcción y mantenimiento de unidades de atención.
Una cifra que está al alcance de los recursos de los gobiernos locales y del nacional, y que se requeriría en un lapso de 12 años: se gastarían 108 millones por año, para una región de más de 10 millones de habitantes. Sin embargo, esta inversión no se prioriza y no se ejecuta debido a la sinergia negativa entre el centralismo y la corrupción.
Otra dimensión, que es para pensarla con mucho detenimiento, es la necesaria participación de la dirigencia empresarial en la periferia. Las zonas más prósperas del país tienen un empresariado más organizado en razón de su mayor riqueza. Pero sus clientes están en toda Colombia, incluso en los rincones más paupérrimos. Es hora de que su solidaridad se extienda a todo el territorio colombiano.
Sí, Colombia no será la misma después de esta crisis. Vista de otra forma, la pandemia es una oportunidad para construir un país más equilibrado en su desarrollo económico y social entre las regiones, estratos, grupos étnicos y géneros. Una sociedad en donde cada ciudadano tenga garantizado un nivel de vida digno. Tendremos que avanzar hacia un país donde se aplane la curva de la desigualdad en las oportunidades.
La crisis propiciada por el COVID-19 ha puesto de presente las profundas desigualdades que hay en nuestro país. Pero también le está pasando una cuenta de cobro a la soberbia de los poderosos. Este virus no discrimina condiciones de vida, como el cólera, ni regiones, como la malaria. Es tan contagioso que de manera muy rápida se esparce en toda la sociedad. Todos estamos juntos en el mismo barco. Paradójicamente, quienes han sido tolerantes con la corrupción, esos que se han robado los almuerzos de los niños pobres y los recursos de la salud de los más vulnerables, hoy ven sus vidas amenazadas por las consecuencias de esa práctica nociva para el desarrollo.
La desigualdad económica regional en Colombia es una de las más altas del mundo. Peor aún, no se está reduciendo, como lo muestran una y otra vez los economistas que estudian este tema. Tampoco tenemos políticas nacionales dirigidas a reducir esas brechas.
Parodiando las palabras del general Santander: Chocó no es Cundinamarca. Y en materia de salud eso sí que es cierto. La periferia colombiana, Pacífico y Caribe, está muy por debajo del resto del país en infraestructura de salud pública. No obstante, el Gobierno nacional y también los locales insisten en invertir una y otra vez en proyectos que a ojos de todos son elefantes blancos: es decir, con una rentabilidad económica y social negativa. Los ejemplos abundan.
De acuerdo con cálculos de la economista Sandra Rodríguez, realizados hace dos años para el proyecto Casa Grande Caribe, las inversiones costarían 1.300 millones de dólares para llevar la infraestructura de salud pública en los siete departamentos de la costa Caribe al nivel promedio del país en esa materia. Esa cifra es para la construcción, dotación y mantenimiento de unidades prestadoras de salud de primer nivel y para la construcción y mantenimiento de unidades de atención.
Una cifra que está al alcance de los recursos de los gobiernos locales y del nacional, y que se requeriría en un lapso de 12 años: se gastarían 108 millones por año, para una región de más de 10 millones de habitantes. Sin embargo, esta inversión no se prioriza y no se ejecuta debido a la sinergia negativa entre el centralismo y la corrupción.
Otra dimensión, que es para pensarla con mucho detenimiento, es la necesaria participación de la dirigencia empresarial en la periferia. Las zonas más prósperas del país tienen un empresariado más organizado en razón de su mayor riqueza. Pero sus clientes están en toda Colombia, incluso en los rincones más paupérrimos. Es hora de que su solidaridad se extienda a todo el territorio colombiano.
Sí, Colombia no será la misma después de esta crisis. Vista de otra forma, la pandemia es una oportunidad para construir un país más equilibrado en su desarrollo económico y social entre las regiones, estratos, grupos étnicos y géneros. Una sociedad en donde cada ciudadano tenga garantizado un nivel de vida digno. Tendremos que avanzar hacia un país donde se aplane la curva de la desigualdad en las oportunidades.