“Aquí donde usted me ve cuando yo vine esto no era barrio ni era nada un deseo de seguir vivos y esa ilusión de un pedazo de patio con techo para cantar por la mañana para no dejarnos enfriar por ahí dejados de la gracia y con hambre era inventar de nada con puro deseo y ganas y los pocos que éramos estábamos todos no se había muerto nadie no habían matado a ninguno y lo digo sin engaño eran los mismos tiempos de mierda que ahora…”, así comienza una de las historias de Lo Amador, una publicación que recopila cuentos escritos por Roberto Burgos Cantor (1948-2018).
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“Aquí donde usted me ve cuando yo vine esto no era barrio ni era nada un deseo de seguir vivos y esa ilusión de un pedazo de patio con techo para cantar por la mañana para no dejarnos enfriar por ahí dejados de la gracia y con hambre era inventar de nada con puro deseo y ganas y los pocos que éramos estábamos todos no se había muerto nadie no habían matado a ninguno y lo digo sin engaño eran los mismos tiempos de mierda que ahora…”, así comienza una de las historias de Lo Amador, una publicación que recopila cuentos escritos por Roberto Burgos Cantor (1948-2018).
Burgos se describió así alguna vez: “Nací en Cartagena de Indias en 1948. Mi infancia transcurrió al borde de la línea férrea, al pie de la colina de la Popa y después en el barrio El Cabrero, donde conocí el mar y una enseñanza perpetua de igualdad…”.
Leí por primera vez Lo Amador en una edición de Colcultura que adquirí en 1980. Me atrajo de inmediato la capacidad del autor para captar el lenguaje, el talante y la mentalidad de los habitantes de los barrios pobres de Cartagena, y de tratarlos con veracidad, pero también con respeto.
A Burgos lo caracterizaron las buenas maneras en todo… siempre: “Soy un hombre, educado, de buenas maneras, caballero, leal, mi madre me inculcó todo esto”, escribió en una breve descripción de sí mismo.
Tuve la oportunidad de escucharlo por primera vez años más tarde en Cartagena, en un conversatorio junto a otros escritores acerca de la influencia de la obra de Gabriel García Márquez en las nuevas generaciones de escritores del Caribe colombiano. Creo que fue en el salón múltiple del Museo del Oro Zenú. Uno de los escritores participantes argumentó que el peso aplastante de la influencia de García Márquez había perjudicado el avance de la literatura costeña, pues los nuevos escritores no lograban zafarse de su sombra tutelar. Al respecto, Roberto fue enfático: “García Márquez no ha perjudicado a nadie”, y añadió que, por el contrario, había “que agradecerle que ha puesto al país a leer. La gente leía poco a los autores colombianos antes de García Márquez, y él ayudó a crear un público y unos hábitos de lectura que nos sirven a todos los demás escritores. Debemos estar agradecidos con él”.
Nos hicimos amigos y esa amistad se afianzó cuando me mudé a Bogotá en 2013. Compartíamos en agradables cenas y descubrimos una afinidad por cierto tipo de películas y documentales que nos prestábamos y, debo decir, que sí devolvíamos. Recuerdo, por ejemplo, que Roberto me prestó el documental de Claude Lanzmann El último de los injustos, con su enorme carga de dilemas éticos y morales que tuvieron que enfrentar muchos judíos que vivieron la Shoah.
Roberto Burgos fue también un gran novelista. La ceiba de la memoria obtuvo el Premio de Narrativa Casa de las Américas y es una de las obras imprescindibles para entender el Caribe colombiano. Pero en su prosa siempre se destacó la poesía: “La poesía es la clave de la libertad de la prosa. Cuando la prosa se vuelve medida y efectista, la poesía la salva. La única complicidad de la libertad es la poesía”, decía.
Tenía mucho por dar esta ceiba del Caribe nuestro, caída tan temprano. Nos quedan su obra y el recuerdo de un hombre caballeroso, cálido, con mucho humor y cuyo verbo favorito era amar.