Los grandes líderes son sobre todo grandes comunicadores. Lo hacen con sus acciones, con lo que escriben, lo que dicen, sus gestos y su lenguaje corporal. Por eso, muchas veces uno puede resumir lo que representan con una sola palabra. En el caso de Barco, esa palabra no puede ser otra que la dignidad. Eso siempre lo percibí y me lo reitera la reciente biografía suya que acaba de publicar el historiador Malcolm Deas.
Magnífico trabajo de investigación el del historiador Deas, quien tuvo amplio acceso a los archivos de la familia Barco y conoció al presidente Virgilio. Me acuerdo bien de lo que fueron los presidentes de Colombia en sus actuaciones desde Alfonso López Michelsen. Entre todos, uno de los que más admiro es Virgilio Barco. Pienso que en esto puede haber cierta afinidad electiva: él fue gran admirador de Francisco de Paula Santander y comparto ese sentimiento y una franca antipatía hacia el Bolívar tardío. Además, mi familia materna tiene raíces nortesantandereanas que se hunden en la noche de los tiempos. Por esa razón, me he identificado desde temprana edad con el talante de su gente.
El libro de Malcolm Deas no es una biografía tradicional en la cual se desarrolla cronológicamente toda la vida del biografiado. Ese no es el estilo de trabajo de Deas, y lo que hizo, muy a su estilo, fue escribir cinco capítulos con aspectos claves de la vida de Barco, que aunque no son exhaustivos cronológicamente sí cubren los períodos esenciales.
Creo que el mejor logrado y más impactante es el capítulo segundo, sobre sus primeros pasos políticos, que dio en Cúcuta. Llama la atención que este muy buen estudiante de ingeniería del MIT, hijo de uno de los hombres más ricos de su región, en la Colombia de comienzos de la década de 1940, regresó a su natal Cúcuta para dedicarse a la política local, donde militó en las filas del gaitanismo. Allí fue, por ejemplo, secretario de Obras Públicas de Norte de Santander, uno de los departamentos más atrasados y con peores comunicaciones del país. Fue conociendo el país, sus instituciones, su gente, su geografía, sus problemas —como la creciente violencia política—, y se fue formando como un dirigente sólido. Contrasta con aquellos que quieren llegar de cualquier universidad de la Ivy League y ya quieren ser ministros y empiezan a pensar al día siguiente en la Presidencia: causando a menudo por ello grandes descalabros para el país y para sí mismos.
Destacaría, y eso también se percibe al leer este libro, el hecho de que la vida de Barco fue la de un servidor público sin escándalos ni dudas sobre su actuar y su transparencia. Heredó un patrimonio que le dio estabilidad, pero no buscó aumentarlo ni beneficiarse económicamente de sus influencias políticas. Un hombre correcto. Ni él ni sus hijos fueron afectados por escándalos financieros, actuaciones turbias o abusos del poder. Dignidad. Como el general Santander y como las gentes buenas de este departamento de la periferia colombiana que quizá le ha dado más al país que lo que ha recibido de él.
Los grandes líderes son sobre todo grandes comunicadores. Lo hacen con sus acciones, con lo que escriben, lo que dicen, sus gestos y su lenguaje corporal. Por eso, muchas veces uno puede resumir lo que representan con una sola palabra. En el caso de Barco, esa palabra no puede ser otra que la dignidad. Eso siempre lo percibí y me lo reitera la reciente biografía suya que acaba de publicar el historiador Malcolm Deas.
Magnífico trabajo de investigación el del historiador Deas, quien tuvo amplio acceso a los archivos de la familia Barco y conoció al presidente Virgilio. Me acuerdo bien de lo que fueron los presidentes de Colombia en sus actuaciones desde Alfonso López Michelsen. Entre todos, uno de los que más admiro es Virgilio Barco. Pienso que en esto puede haber cierta afinidad electiva: él fue gran admirador de Francisco de Paula Santander y comparto ese sentimiento y una franca antipatía hacia el Bolívar tardío. Además, mi familia materna tiene raíces nortesantandereanas que se hunden en la noche de los tiempos. Por esa razón, me he identificado desde temprana edad con el talante de su gente.
El libro de Malcolm Deas no es una biografía tradicional en la cual se desarrolla cronológicamente toda la vida del biografiado. Ese no es el estilo de trabajo de Deas, y lo que hizo, muy a su estilo, fue escribir cinco capítulos con aspectos claves de la vida de Barco, que aunque no son exhaustivos cronológicamente sí cubren los períodos esenciales.
Creo que el mejor logrado y más impactante es el capítulo segundo, sobre sus primeros pasos políticos, que dio en Cúcuta. Llama la atención que este muy buen estudiante de ingeniería del MIT, hijo de uno de los hombres más ricos de su región, en la Colombia de comienzos de la década de 1940, regresó a su natal Cúcuta para dedicarse a la política local, donde militó en las filas del gaitanismo. Allí fue, por ejemplo, secretario de Obras Públicas de Norte de Santander, uno de los departamentos más atrasados y con peores comunicaciones del país. Fue conociendo el país, sus instituciones, su gente, su geografía, sus problemas —como la creciente violencia política—, y se fue formando como un dirigente sólido. Contrasta con aquellos que quieren llegar de cualquier universidad de la Ivy League y ya quieren ser ministros y empiezan a pensar al día siguiente en la Presidencia: causando a menudo por ello grandes descalabros para el país y para sí mismos.
Destacaría, y eso también se percibe al leer este libro, el hecho de que la vida de Barco fue la de un servidor público sin escándalos ni dudas sobre su actuar y su transparencia. Heredó un patrimonio que le dio estabilidad, pero no buscó aumentarlo ni beneficiarse económicamente de sus influencias políticas. Un hombre correcto. Ni él ni sus hijos fueron afectados por escándalos financieros, actuaciones turbias o abusos del poder. Dignidad. Como el general Santander y como las gentes buenas de este departamento de la periferia colombiana que quizá le ha dado más al país que lo que ha recibido de él.