Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Sucedió hace unas semanas: llegué con una persona a la sección de urgencias en una clínica cercana. Desde afuera, la cantidad de personas anunció lo que sucedería: una espera larga que se prolongó hasta la madrugada y terminó en un sillón para mí y en una cama para la paciente.
El hecho de que se tratara de una niña ayudó a que todo fuera más rápido. En el lugar había una mesa que, días después, recibió un florero, un televisor que transmitiría documentales de animales, una sala de espera y el silencio del cielo nocturno. A lo lejos se veían las luces titilantes de Medellín, a través de un ventanal sellado y con vidrio reluciente.
A ese lugar llegamos gracias a un discurso repetido: crecí con un papá que decía que lo más importante eran, y serían siempre, la salud y la educación antes que cualquier viaje, juguete, lujo o fiesta. Por eso, cuando regresé a Colombia, después de una década y luego de un diagnóstico equivocado en una EPS, hice todo lo posible para tener una póliza y mantenerla.
Durante los casi 10 días de hospital, recibimos las visitas respetuosas de los médicos. Entraron con delicadeza, con palabras cuidadas, sin atizar miedos, sin preguntas indiscretas. Entre ellos, recuerdo a la doctora Natalia, una mujer con la capacidad de escuchar cualquier verdad y de decirla de buena forma. Antes de la cirugía inevitable, saludó con la entereza de los que tienen experiencia. Días después, se atrevió a contar cómo se prepara antes de las cirugías: además del descanso, pide lo mejor para los niños, que la benevolencia del mundo la cuide a ella y a los que estarán en el quirófano. A su lado estaba la anestesióloga: una mujer que hizo las preguntas oportunas y actuó con delicadeza, con certeza.
Y es justo en esos momentos de vulnerabilidad absoluta donde los gestos de humanidad son más agradecidos. Aquí de nada sirve el funcionario que le atribuye la falla al sistema o ese ser humano que solo está interesado en que le muestres el recibo de pago.
En nuestra memoria no quedará la persona que se limita a pasarte el recibo millonario del parqueadero, que queda ahí mismo en la clínica. Tampoco quedará la persona de la cafetería que te obligó a hacer una fila extensa solo para confirmarte los sabores que hay en ese momento. No estará la enfermera que quiso forzar e insistir en las venas para que entrara la aguja, a pesar del dolor. Tampoco estará el restaurante con pocas opciones o inexistentes para quienes tienen alguna condición y no pueden ir más lejos.
En nuestra vida, así no las conozcamos, quedarán la personas que hicieron la adversidad más fácil: el que contó una historia para dar tranquilidad, el que pensó en tener libros para los niños, el que llevó unas flores para que hubiera belleza, el que vio a la personas como ser humano y no como cliente, el que ahorró el sufrimiento, el que usó audífonos para no molestar a los demás con sus videos, el vigilante que permitió la entrada cuando la máquina falló, el taxista que esperó. Y el mandatario que se esforzó para que haya medicamentos oportunos y piensa en la democracia de la salud, esa en la que lo bueno llega a todos, más allá de sus ideas, campañas por venir o prejuicios.
