Hace tres años, por estos días, me atreví a contarles una historia personal: despedí a mi papá en una Unidad de Cuidados Intensivos. Y quise hacerlo para acompañar a tantos que despedían a sus familiares por aquel virus destructivo.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Hace tres años, por estos días, me atreví a contarles una historia personal: despedí a mi papá en una Unidad de Cuidados Intensivos. Y quise hacerlo para acompañar a tantos que despedían a sus familiares por aquel virus destructivo.
Por aquellos días, Ana Cristina Restrepo, una periodista a la que admiro, me dijo algo que se sigue cumpliendo: esa falta nunca se iría, más bien, yo aprendería a vivir con ella.
Una tarde, en el afán por llegar a tiempo, dejé encendidas las luces del carro y al regreso, ya con el cielo vestido de noche, lo encontré apagado y sin respuesta. En momentos así y en otros peores y mejores, yo lo llamaba a él. Y llegaba. Y sabía qué decir.
Después de los 40 minutos que anunció la aseguradora y de secar algunas lágrimas, llegó un señor en un carro verde y viejo. Se bajó de él, sonriente, como si hubiera llegado a una fiesta: “Apuesto a que dejaste las luces encendidas”, dijo entre risas y como si nos conociéramos de antes. Mientras ajustaba unos cables, contaba historias y volvía a reírse.
En medio de la conversación, me puse a mirarlo y me acordé de mi papá: era flaco como él, tenía una de esas camisetas que le gustaban a él y mostraba esa altivez de los que saben que, aunque ya pasaron de los sesenta años, decidieron no declararse en decadencia. Al final y cuando terminó, caí en cuenta de que no le pregunté su nombre. Luis, respondió; el mismo de mi papá.
Desde entonces, en estos tres años, he vivido algunos episodios parecidos que me han hecho pensar en el duelo, en los hilos que unen a vivos y muertos, en el remordimiento, en las presencias invisibles, en la memoria, en lo que queda.
Cuando alguien se va de nuestro lado, después de una vida buena y apagada por una causa natural, como la enfermedad, también se vive un duelo, aunque de una forma distinta: hay recuerdos, certezas, cierta tranquilidad.
Cuando alguien se va de nuestro lado, antes de tiempo y por la voluntad violenta y oscura de otros, siempre hay un dolor en el aire, el peso de un destino incompleto, el deseo de que la historia hubiera sido distinta, las preguntas sobre el perdón de palabra y el perdón de corazón. Y esto sucede, con más intensidad, en su familia, en los que vivieron con esa persona.
Y aún más, en la mente de quienes desconocen dónde están los suyos. Sin embargo, esto no debería ser un problema exclusivo de ellos, debería estar en la mente de cada uno de nosotros, en la de aquellos que vieron, escucharon o pueden hacer algo.
124.734 es el número actual de personas de las que no conocemos su ubicación en Colombia, según la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. Entre ellas está Andrés Camilo Peláez Yepes, un ingeniero que trabaja como contratista para EPM y desapareció hace 1.007 días (hasta el momento de enviar esta columna).
Claudia Yepes, su mamá, pregunta desde entonces: ¿Quién sabe o vio algo?
Hasta ahora no ha sido posible obtener alguna información. Tampoco se sabe qué ha pasado con la comisión de búsqueda que el presidente Gustavo Petro prometió crear, en enero del 2023, después de visitar Jericó, Antioquia.
Los otros también somos nosotros. Dijo Allan Kardek: “Nadie va a preguntarte por el cargo que tuviste (ni qué electrodoméstico o marca de carro compraste), sino por el bien que hayas hecho”.