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Lo describen como “un marido y un padre cariñoso”, “generoso con toda la parentela”. Creció en una familia tradicional, a la sombra de varios hermanos mayores, y asistió a un colegio católico. Su papá fue un hombre de pueblo que migró a la gran ciudad en busca de oportunidades y allá crio a su prole, orgullosa de sus raíces.
La imagen de patriarca familiar la usaron quienes lamentaron que la justicia lo sentara como imputado en un banquillo.
De la época escolar y los primeros años de juventud los biógrafos señalan que fue “un chico avispado y muy inteligente”. Aún era temprano para vislumbrar el personaje poderoso en el que se convertiría, pero algunas señales empezaban a inquietar: su temperamento irascible, pendenciero, violento. Lanzaba amenazas y peleaba a puños con sus compañeros. Se convirtió en un joven que inspiraba temor. A los 14 años golpeó a una profesora. El enfoque de género jamás estuvo en su agenda.
Desde antes de alcanzar la mayoría de edad se dedicó a trabajar, trabajar y trabajar. También a las relaciones públicas, que en su caso fueron relaciones políticas. Estructuró un sistema para convivir a punta de lealtades, con fieles informantes en cada esquina. La fama de líder resuelto, con carácter y pasión por la microgerencia le trajo aún más prestigio. Su control territorial empezó en un barrio y creció hasta abarcar una geografía del tamaño de una patria. Llegó a tener en su bolsillo a concejales, alcaldes, congresistas y miembros de la policía. Posaba con el jet set, mientras en el sótano se reunía con traquetos, sicarios y hombres armados. Buenos muchachos que terminaron en la cárcel. O muertos.
Con uno de esos personajes tuvo un incidente que lo marcó: en un bar se emborrachó y le lanzó un piropo a una mujer, que resultó ser la hermana de un mafioso. Éste le exigió que se disculpara y él le respondió “tranquilízate, colega, que estoy bromeando”. El tipo, sin decir “te voy a dar en la cara, marica”, le lanzó un navajazo en el rostro. La cicatriz se ve en las fotos que lo muestran de perfil.
Durante años la opinión estuvo dividida: para muchos fue el primer delincuente de la nación, poderoso y protegido; para otros fue un prohombre de corazón grande, un Robin Hood hecho a pulso: el líder de la cruzada contra la hecatombe.
Su biografía recorrió todos los capítulos del Código Penal. Su nombre fue la respuesta a la pregunta “¿quién dio la orden?”. De Él se rumoraron delitos sexuales, tráfico de sustancias prohibidas, homicidios, masacres y desapariciones. Pero una cosa es sospechar y otra probar, y por eso su caída fue inesperada, incluso para sus “abogangsters”: lo procesaron por un asunto menor en comparación con su prontuario de leyenda y fue condenado por una justicia incapaz de acusarlo por sus crímenes grandes, pero al menos ágil para impedir que quedara libre por prescripción.
Al Capone pasó varios años en prisión y murió en 1947, perdido en la demencia y con múltiples complicaciones derivadas de la sífilis. Ni su dinero ni su poder ni sus herederos pudieron lavarle su cara cortada. Hoy nadie presume su inocencia y la historia lo recuerda como lo que fue: un delincuente.

Por Adriana Villegas Botero
