EL MEJOR LIBRO DEL AÑO ESTÁ EScondido dentro de otro libro: Memoria por correspondencia, de Laguna Libros.
Muy pocos conocen a la autora, Emma Reyes, una pintora colombiana que vivió en Francia, donde murió en el 2003. Las 23 cartas que a partir de 1969 le escribió a Germán Arciniegas contándole su infancia infeliz y miserable producen un sismo interior desde la primera página. Emma Reyes, de cuatro años, vivía a comienzos de los años veinte en una pieza en el barrio San Cristóbal de Bogotá, con su hermana dos años mayor, Helena, y con la señora María. Las niñas no saben si es su mamá. “Era dura y muy severa”. En la pieza también vivía un niño, El Piojo, cuyo nombre, Eduardo, solamente conocieron el día que la señora María se marchó a dejarlo en un convento en Tunja. Durante la ausencia “fueron muchos los días que duramos encerradas en esa pieza, llorábamos y gritábamos tanto”. María se instala en Guateque con las niñas, le dan la agencia del chocolate. El día que llega el gobernador, Helena y Emma lo reconocen y le gritan a María que es el papá de Eduardo. “Nos agarró del brazo y nos tiró al piso, se quitó una de las botas y empezó a pegarnos por la cabeza, por la cara, por donde caía, nos agarró de las trenzas y empezó a darnos golpes contra la pared con la cabeza, la sangre nos escurría por las piernas y los brazos”. Cuando la señora María tiene un bebé, la india Betzabé lo abandona camino al río. Emma está presente. “En ese momento aprendí de un solo golpe lo que es la injusticia... un niño de cuatro años puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra. No lloraba, porque las lágrimas no hubieran bastado, no gritaba porque mi sentimiento de revuelta era más fuerte que mi voz”. María después abandona a Emma y a Helena, que terminan en un convento de monjas en Bogotá. Corrijo: en un establecimiento carcelario donde a las niñas pobres y abandonadas las aterrorizan y las maltratan a cambio de una mazamorra clara, una mogolla y un caramelo una vez al año, durante la visita del obispo, si le besan la mano. Emma Reyes describe un verdadero manual de sevicias. Sanciones extremas para faltas baladíes. La inhumanidad agregada al hambre y a la desolación. Emma hace pipí en la cama. “Sor Teresa empezó a darme bofetadas y puños por todos lados, luego me tomó de una oreja y, tirándome, marchando a largos pasos, me llevó hasta el dormitorio y me hizo destender la cama. El olor de la paja mojada de orines me penetró por la nariz, Sor Teresa me tomó de nuevo de las trenzas y empezó a frotarme la cara contra el colchón, igual como hacían con los gatos de la panadería cuando hacían pipí fuera del cajón”. No se crea que solamente las mujeres fueron víctimas de las monjas. Toda la sociedad colombiana lo fue. Como los hombres nacen de las mujeres (bueno, con la excepción de Arnold Schwarzenegger), nadie pudo escapar a la férula ignara. Colombia es un tris más vivible, no por el TLC, sino porque cesó la satrapía oscurantista de las monjas.
El volumen de Emma Reyes es una obra maestra, según sentencia atendible e inapelable de nuestro bibliotecario mayor, Jorge Orlando Melo. Pero Laguna Libros debe desencallar este testimonio histórico. Basta suprimir el “Mi querido Germán” de las cartas, buscar otro título, dejar que la obra encuentre leedores. La autobiografía de Emma Reyes no puede quedar escondida dentro de un tomo de cartas de una pintora a un intelectual. Eso espanta a muchos lectores. Que podrían ser tantos como los de El olvido que seremos de Abad Faciolince. Toca casi las mismas fibras.
EL MEJOR LIBRO DEL AÑO ESTÁ EScondido dentro de otro libro: Memoria por correspondencia, de Laguna Libros.
Muy pocos conocen a la autora, Emma Reyes, una pintora colombiana que vivió en Francia, donde murió en el 2003. Las 23 cartas que a partir de 1969 le escribió a Germán Arciniegas contándole su infancia infeliz y miserable producen un sismo interior desde la primera página. Emma Reyes, de cuatro años, vivía a comienzos de los años veinte en una pieza en el barrio San Cristóbal de Bogotá, con su hermana dos años mayor, Helena, y con la señora María. Las niñas no saben si es su mamá. “Era dura y muy severa”. En la pieza también vivía un niño, El Piojo, cuyo nombre, Eduardo, solamente conocieron el día que la señora María se marchó a dejarlo en un convento en Tunja. Durante la ausencia “fueron muchos los días que duramos encerradas en esa pieza, llorábamos y gritábamos tanto”. María se instala en Guateque con las niñas, le dan la agencia del chocolate. El día que llega el gobernador, Helena y Emma lo reconocen y le gritan a María que es el papá de Eduardo. “Nos agarró del brazo y nos tiró al piso, se quitó una de las botas y empezó a pegarnos por la cabeza, por la cara, por donde caía, nos agarró de las trenzas y empezó a darnos golpes contra la pared con la cabeza, la sangre nos escurría por las piernas y los brazos”. Cuando la señora María tiene un bebé, la india Betzabé lo abandona camino al río. Emma está presente. “En ese momento aprendí de un solo golpe lo que es la injusticia... un niño de cuatro años puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra. No lloraba, porque las lágrimas no hubieran bastado, no gritaba porque mi sentimiento de revuelta era más fuerte que mi voz”. María después abandona a Emma y a Helena, que terminan en un convento de monjas en Bogotá. Corrijo: en un establecimiento carcelario donde a las niñas pobres y abandonadas las aterrorizan y las maltratan a cambio de una mazamorra clara, una mogolla y un caramelo una vez al año, durante la visita del obispo, si le besan la mano. Emma Reyes describe un verdadero manual de sevicias. Sanciones extremas para faltas baladíes. La inhumanidad agregada al hambre y a la desolación. Emma hace pipí en la cama. “Sor Teresa empezó a darme bofetadas y puños por todos lados, luego me tomó de una oreja y, tirándome, marchando a largos pasos, me llevó hasta el dormitorio y me hizo destender la cama. El olor de la paja mojada de orines me penetró por la nariz, Sor Teresa me tomó de nuevo de las trenzas y empezó a frotarme la cara contra el colchón, igual como hacían con los gatos de la panadería cuando hacían pipí fuera del cajón”. No se crea que solamente las mujeres fueron víctimas de las monjas. Toda la sociedad colombiana lo fue. Como los hombres nacen de las mujeres (bueno, con la excepción de Arnold Schwarzenegger), nadie pudo escapar a la férula ignara. Colombia es un tris más vivible, no por el TLC, sino porque cesó la satrapía oscurantista de las monjas.
El volumen de Emma Reyes es una obra maestra, según sentencia atendible e inapelable de nuestro bibliotecario mayor, Jorge Orlando Melo. Pero Laguna Libros debe desencallar este testimonio histórico. Basta suprimir el “Mi querido Germán” de las cartas, buscar otro título, dejar que la obra encuentre leedores. La autobiografía de Emma Reyes no puede quedar escondida dentro de un tomo de cartas de una pintora a un intelectual. Eso espanta a muchos lectores. Que podrían ser tantos como los de El olvido que seremos de Abad Faciolince. Toca casi las mismas fibras.