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Algo que estoy disfrutando después de la pandemia, es la posibilidad que tenemos nuevamente de encontrarnos y de tener una buena conversación; no cualquier conversación, sino aquellas que son profundas y que, por ende, te ofrecen una nueva perspectiva o conocimiento, replantean creencias que tenías, enriquecen las amistades y, a veces, llegan incluso a dejar una huella profunda en ti y te cambian o hasta te sanan.
¿Les ha pasado? A veces son conversaciones que son planeadas y se dan, por ejemplo, en un restaurante alrededor de una buena comida y de una copa de vino (quizás mi lugar preferido para conversaciones profundas). En otras ocasiones, son extemporáneas, como las que surgen en un carro durante un viaje o mientras estamos parados en un trancón. Cuando era joven me gustaba cruzar Italia o Europa en compañía de amigos, porque el carro se convertía en un espacio de confianzas. Recuerdo, por ejemplo, un viaje que hace unas décadas hice desde Alemania (donde estaba trabajando en un programa televisivo) hasta París con mi amigo Massimiliano, escuchando música de Liza Minnelli (una y otra vez escuchamos New York, New York), Zucchero, el jazz de Miles Davis.
Pero quizás cuando realmente descubrí el poder que tienen las conversaciones profundas fue durante los años que viví en Palermo, al comienzo de los 90 (una década marcada por los carros bomba que mataron a los fiscales Falcone y Borsellino, pero también por el triunfo político del alcalde antimafia Leoluca Orlando, amigo, mentor y en aquel momento jefe). En aquellos años, al finalizar el día, me reunía en un bar del centro histórico, en un callejón estrecho y oscuro, con mi amigo Roberto, un periodista y agudo observador de la realidad de Palermo. Hasta altas horas de la noche, teníamos conversaciones íntimas, auténticas, sobre el destino de la ciudad, nuestra visión del mundo, el significado de nuestra existencia. Eran conversaciones llenas de esperanza y de futuro, a pesar de que vivíamos en un entorno marcado por el dolor y la incertidumbre, y que yo era un joven de apenas 23 años y él un adulto de más de 40. Aquel angosto café se había convertido en una especie de santuario, o sea, un espacio sagrado donde encontrábamos refugio de la coyuntura y las presiones de la vida, que muchas veces nos agitaban y agobiaban. Eran conversaciones en que, durante la noche, volvíamos a darle sentido a lo que en el día habíamos experimentado, muchas veces, como absurdo. Cuando nos permitimos reencontrarnos a nosotros mismos.
Este fin de semana estuve en la finca de un amigo. Alrededor de la medianoche (estaban, entre otros, un ingeniero biomédico, un genetista y mi sobrino Riccardo de 17 años) improvisamos una tertulia sobre la existencia y la esencia de Dios, nuestra relación con lo divino y lo sobrenatural (contribuyeron a nuestra conversación un whisky y un tequila de alta calidad). Terminamos a las dos de la mañana, escuchando un Gloria de Vivaldi, en silencio, sentados en una terraza con vistas al valle, con la mirada perdida en la oscuridad. Quizás fue este el momento cuando la tertulia sobre Dios cedió el paso a vivir algo de su presencia, un toque de paraíso. Es uno de los regalos más grandes que las conversaciones poderosas nos hacen: ponernos en comunicación con una dimensión trascendental que nos hace sentir que existe una partícula de infinito en nuestro interior. Quizás el aislamiento de la pandemia hoy me hace volver a apreciar estas conversaciones poderosas y a no perder la oportunidad de aprovecharlas cuando se dan.
