Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hace unos años, una tarde gris en Nueva York, donde vivía, sentí que había fracasado. Había perdido el rumbo. No sabía qué hacer con el sufrimiento que llevaba dentro. Me sentía vacío y confundido. Me detuve frente a un espejo en un baño público, me miré como si buscara una respuesta en mis propios ojos, y me hice una pregunta que no sé desde dónde salió: “¿quién elijo ser en medio de todo esto?”. Esa pregunta no resolvió de inmediato mis problemas, pero marcó el momento cuando cambié mi manera de estar en el mundo. Me llevó a descubrir algo que antes no entendía: que la resiliencia no es resistir a toda costa, ni aparentar fortaleza cuando por dentro todo tiembla. Es algo más íntimo. Más humano. Es seguir adelante sin dejar de sentir. Es adaptarse sin perderse. Es abrirse a la posibilidad de transformarse, incluso en medio del caos.
Hoy vivimos tiempos donde las certezas se han vuelto frágiles. La ansiedad parece haberse instalado en la vida cotidiana. Las redes sociales nos exigen sonrisas mientras el cuerpo a veces solo quiere descansar. Y, sin embargo, hay algo en nosotros que sigue buscando sentido, que quiere encontrar calma, que necesita aprender a estar bien incluso cuando no todo está bien. La resiliencia no es un talento secreto. Se cultiva. Se aprende. Empieza por cosas pequeñas, como detenerse unos minutos al día para respirar profundo, para estar presentes. A veces, eso basta para que el cuerpo baje el ritmo y la mente se despeje. También ayuda escribir lo que sentimos, o simplemente observar sin juzgar lo que está pasando dentro de nosotros. Son actos simples, pero poderosos. Otra forma de cultivar la resiliencia es aprender a escuchar lo que nos decimos. Muchas veces, sin darnos cuenta, nos repetimos frases que nos hacen daño: “no soy capaz”, “esto es demasiado para mí”. ¿Y si empezamos a hablar con nosotros como lo haríamos con alguien que amamos? ¿Y si nos dijéramos: “esto es difícil, sí, pero puedo aprender algo aquí”?
La resiliencia también crece en la cercanía: en una conversación honesta con un amigo; en una mano que se ofrece sin pedir nada; en la sensación de no estar solos, porque no todo lo podemos resolver solos, y está bien pedir ayuda. Está bien decir: “Hoy necesito que me acompañes”. Y tal vez, lo más importante: confiar en que siempre podemos volver a empezar. Que no importa cuántas veces nos hayamos caído, hay una versión de nosotros que sigue en pie por dentro, esperando ser elegida.
Ese día, en Nueva York, no salí del baño con la vida resuelta, pero salí con un compromiso: el de no rendirme, el de seguir adelante, con todo lo que soy. Y eso, para mí, es resiliencia. A Nelson Mandela se le atribuye esta frase: “La mayor gloria no es nunca caer, sino levantarse cada vez que se cae”.
